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Dicen que los rostros de los muertos palidecen. Hay ocasiones en las que ocurre todo lo contrario: las facciones de alguien que ya no está se apoderan de la vida y de la calle, incluso de las personas, y del pensamiento. Me cuesta pensar en ella sin asociarla a los retratos que le hizo Andy Wharhol, o los graffitis que inspiró a Bansky. Fue portada de discos de Sex Pistols, apareció en posters, muñecas en movimiento, en aquel retrato inolvidable de Justin Mortimer, donde su cabeza aparecía separada de su cuerpo, y en llaveros. Lucien Freud le hizo unos de sus retratos más polémicos. Y muchos otros artistas se inspiraron en ella. A lo largo de su vida abrió las puertas a la cultura, convirtiéndose en un auténtico icono pop.

Con su muerte desaparece uno de los referentes principales del siglo XX. No olvidaremos sus vestidos y trajes de chaqueta de llamativos colores, los guantes que le solían cubrir las manos, los sombreros y tocados que la adornaban.

Cuando la figura de una reina pasa a ser apropiada por el pueblo y por el arte ha sucedido un fenómeno extraño, digno de ser tenido en cuenta. La monarca que reinó setenta años, que conoció a personalidades relevantes de su tiempo, que vio desfilar cerca de una docena de ministros no fue una mujer vulgar.

El sentido dúctil, lúdico, rico e interesante del perfil de Isabel II hicieron que el mundo de la cultura pudiese utilizarla como fuente de inspiración. En setenta años se relacionó con políticos pero también con artistas: pintores, graffiteros, literatos, músicos y pensadores. Muchos hicieron su particular lectura del personaje y la elevaron a una categoría de icono indiscutible. God save the Queen resuena estos días en nuestros oídos, mientras quizás descubramos que no vamos a despedirnos nunca de una reina que fue longeva, pero a quien la muerte hace eterna.