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Refiriéndome de nuevo a Nietzsche, es cierto que su filosofía da pie a muchas y diversas interpretaciones. Por esto son tantos los que acuden a él para apoyar sus convicciones con el argumento de su autoridad, de una autoridad, en este caso, tan brillante que ciega lamentablemente a muchos que lo admiran. Desde pensadores con tintes extremistas nazis hasta otros imbuidos por entusiasmos ácratas lo citan a su favor y pretenden hacérselo suyo. Y, sin embargo, Nietzsche no era de nadie ni de ninguno de ellos, aunque sí pudo inspirarles en muchos aspectos. Tanto repudiaba Nietzsche al poder totalitario del Estado (represor de la individualidad y favorecedor del gregarismo igualitario) como al caos desconcertante de anarquismos sin pies ni cabeza.

Pero sí, son muchos los que aceptan a Nietzsche en su totalidad y pretenden hacérselo suyo. Y cuando algo en él no acaba de gustarles, se apresuran a maquillarlo de tal modo que ajuste con sus convicciones. Hasta incluso he visto algunos buenistas que han pretendido, y pretenden, cristianizarlo. O sea, el colmo. Lo que ocurre con Nietzsche pasa con multitud de personajes que han sido encumbrados por las culturas de las gentes. Una vez que a alguien se le ha puesto acertadamente o no sobre un pedestal, entonces a él acuden para apoyarse los que todavía no saben andar solos. O aquellos que lo ensalzan sin ver en él ni el más mínimo asomo de defecto.

Mitificar o sacralizar a quien es un error de bulto, porque nadie es perfecto con respecto a nada. Nada se da en nuestro mundo de un modo total. Por esto las fidelidades totales son ofuscaciones perniciosas. También lo son las aceptaciones absolutas de posiciones ideológicas, aquellas que si no son aceptadas provocan ira y odio por los que las asumen y defienden sin vacilación alguna. ¡Cuánta falta de inteligencia reina en el mundo! ¡Y cuánto apasionamiento irreflexivo con respecto incluso a lo que pretende ser razonabilidad pura! Es normal, por lo tanto, que las gentes se enardezcan, se enfaden, se peleen y hasta se maten en la defensa a ultranza de modos de pensar colectivos o individuales. No se acepta que se toque lo mitificado, aunque el mito sea simplemente esto: puro producto de la obnubilación popular o del seguidismo incondicional de adeptos fanáticos.

Cuando en una sociedad, sea la que sea, no es posible la crítica a sistemas de pensamiento, a principios directrices imperantes, a personajes presentes o históricos definitivamente aceptados y reconocidos como geniales, entonces mal vamos. Así que mal vamos, porque esto ocurre. Ya ven, ahora mismo podríamos citar ejemplos de santificaciones o sacralizaciones en el mundo de nuestra propia cultura y/o cercanos a ella. Y aportando lógicas y convincentes razones en contra de las mismas. Pero no lo hacemos. ¿Y por qué? Pues porque los energúmenos son peligrosos. Nada peor que un imbécil. Y más si se considera listo, culto y selecto en función de lo que precisamente piensa o profesa. Así que nos autocensuramos y callamos. Mejor así.