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Ocurrió que a la muerte de Alfonso XII el veinticinco de noviembre de 1885, los hijos que tuvo con la soprano Elena Sanz y Martínez de Arizala, Alfonso nacido en 1880 y Fernando en 1881, dejaron de recibir la renta por alimentos que su madre había negociado para ellos con la Casa Real.

Correlativamente se había comprometido a no formular reclamación alguna sobre la filiación de sus hijos, al tiempo que entregaba cartas y documentos de Alfonso XII, que pudieran resultar comprometedores. Mas, cuando Alfonso Sanz, alcanzó la mayoría de edad, obviando el pacto materno, interpuso demanda en nombre propio contra el rey Alfonso XIII, como sucesor de su progenitor y contra una serie de personas más que podían verse afectadas por las declaraciones que solicitaba del Tribunal Supremo; al que demandaba que se le declarara y reconociera como hijo natural del difunto Alfonso XII, con derecho a usar los apellidos paternos, recibir alimentos desde su fallecimiento y a que se le entregara la porción hereditaria de los bienes del mismo, equivalente a la mitad de la legítima de los otros hijos. La sentencia, dictada el primero de julio de 1908 consideró que entre los documentos acompañados con la demanda no existía ninguno que revelara el propósito del Monarca de reconocer públicamente como hijo natural suyo al demandante; constituyendo entonces, esta falta de propósito, un obstáculo insuperable para atribuir eficacia a la hipótesis y razonamientos encaminados a justificar la certeza de la filiación.

Pues la 11ª Ley de Toro, aplicable al caso, prohibía las pesquisas de paternidad; teniendo la jurisprudencia declarado a la sazón, que el convencimiento que pudiera formarse de la filiación de una persona no producía efecto en derecho, si además de dicho convencimiento, el supuesto padre no hubiera manifestado su voluntad de reconocer a quien estimaba hijo suyo, para que fuera tenido como tal en el concepto público; derivando sólo de este reconocimiento los derechos otorgados por la ley a tales hijos, pues de otra suerte se infringiría el principio fundamental que informaba entonces la legislación positiva sobre la materia, convirtiendo en pesquisa lo que el legislador quería que fuese acto deliberado del padre. Desestimándose, por ello, la demanda, con imposición de costas al demandante. Otra hubiera sido, a buen seguro, hoy la sentencia. Pero eran otros tiempos, y otra la sociedad y su derecho... Mas, también se perseguía, por unas u otras razones, a los monarcas ante los tribunales.