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Hace un año publiqué en estas páginas un artículo (’Los regalos de la vida’) en el que contaba que había encontrado en internet tres poemas de Carmen Castellote que me habían llegado al alma y que, cuando busqué información sobre ella, no encontré absolutamente nada. En la Biblioteca Nacional solo tenían un pequeño poemario. Una reseña al pie de los poemas contaba que había sido una de las «niñas de Rusia» a la que sus padres, en 1937 y con solo 5 años, habían enviado a Rusia para ponerla a salvo de la guerra; que veinte años después se fue a México para reencontrarse con su padre que vivía allí exiliado desde 1939, y que de mayor había empezado a escribir poesía. Con aquella escasa información publiqué una entrada en mi blog para compartir aquellos poemas. Pocas semanas más tarde un tweet de un joven desde México me agradecía que hubiera escrito sobre su abuela. Cuando, emocionado, le pedí que me contara todo lo que recordara de ella me dijo «No, no, lo que mi abuela quiere es que me dé su dirección para enviarle todos sus libros» ¡Había encontrado a la última poeta viva del exilio!

Desde entonces hemos mantenido una preciosa amistad a través de correos y llamadas telefónicas. Durante estos casi tres años me he dedicado a dar recitales sobre su poesía en centros culturales y prisiones, y, gracias a la editorial Torremozas, se han publicado dos de sus libros: Kilómetros de tiempo. Poesía completa y Cartas a mí misma La amistad que tengo con ella es una de las más profundas y bellas que he tenido en la vida. Pero tenía una asignatura pendiente: conocerla en persona. Muchos periodistas me pidieron poder entrevistarla. Yo me he limitado a comentárselo a ella para que fuera ella quien decidiera si quería verlos o no. Han recibido a varios. Hasta el propio García Montero fue a su casa para, como director del Cervantes, recoger su legado para la Caja de las Letras. Pero yo seguía sin conocerla personalmente. Hace solo dos semanas, viajé al fin a México. Fue uno de los encuentros más emocionantes que he vivido y, seguro, viviré.

Jamás podré olvidar su imagen leyéndome en su casa, a sus 90 años, sus poemas mexicanos favoritos, haciéndome de guía en el museo de antropología o visitando la casa azul de Frida. Son muchas las cosas maravillosas que me ha regalado, pero la más especial, la tarde que, sentados en un viejo banco en Coyoacán, ella me habló de su mundo y sus secretos, de sus sueños, de lo vivido y lo sufrido… La gente pasaba, indiferente, frente a nosotros. Ajenos a la belleza de nuestro mundo, ni siquiera nos vieron.