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Envueltos en la séptima ola del coronavirus a la hora de la sobremesa veo Siete novias para siete hermanos en la 1. Un musical que recordaba del siglo pasado que nunca me atrajo en demasía. Yo era más de John Wayne (Río Bravo, Río Rojo, Centauros del desierto o La diligencia) y, posteriormente, de Clint Eastwood (La muerte tenía un precio, El fuera de la ley, El jinete pálido). Sin embargo me lo trago. La película en sí no la consideraría un western tal y como lo concibo: sheriff, forajidos entrando a caballo en el pueblo disparando al aire, cantina, pianista, whisky y un sol de justicia.

Posee cierto toque infantil y una inocencia que me fascina. Un hombre de la montaña baja al pueblo decidido a encontrar esposa ese mismo día. Lo dice a voz en cuello a quien le quiera escuchar. Conoce a una buena mujer, se desposa con ella y regresa a la cabaña que comparte con sus seis hermanos. Todos solterones y que, tras conocer a la esposa de su hermano, también desean tener una propia. Entonces sucede una tremenda burla al orden de nuestros días.

Los seis solteros, ayudados por el hermano casado, deciden secuestrar a sus futuras esposas echándoles un saco en la cabeza y llevándoselas a lomos. Luego las encierran en la cabaña. Dicho así está claro que estamos ante una clara evidencia de violencia de género y todo en la 1 en horario infantil. Ellas se vengan de ellos lanzándoles a la cabeza bolas de nieve con piedras dentro con lo que, si alguien aparte de un servidor la estuviera viendo, cosa que dudo, saldrían los botarates que afirman que la violencia no es de género sino que se produce en ambos sentidos. Al final todos se casan y comen perdices, obviando la dependencia que existe entre víctima y maltratador.