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Los principios liberales han marcado la evolución política de la mayoría de países occidentales durante los dos últimos siglos. Opuesto al absolutismo, el liberalismo defendió la libertad del individuo y la igualdad ante la ley. De ahí surgió la necesidad de promulgar leyes que garanticen esa libertad y limiten el poder de coacción del Estado. Son esenciales al liberalismo la democracia parlamentaria, la división de poderes, la libertad económica, el desarrollo de los derechos humanos, la libertad de culto y el respeto por la evidencia científica y la razón. Es una filosofía transversal que abarca diferentes tendencias políticas a derecha e izquierda.

No es el caso de la izquierda representada en el Gobierno de Sánchez, que promueve sus objetivos antiliberales con actitudes cada vez más autoritarias para imponer su modelo de sociedad a través de una ideología fundamentalista y dogmática. Eso le lleva a invadir todos los espacios de la sociedad para intentar modelar la mente de los ciudadanos con el cincel de sus principios, que esgrimen como expresión de su superioridad moral. Citemos como último envite en este sentido, el contenido ideológico de los libros de texto con los que pretenden adoctrinar a los niños y adolescentes enseñándoles que ese modelo de sociedad que la izquierda defiende es el bueno y que los otros modelos son ‘malos’.

La izquierda, al pasar de la esfera política a la moral no le dice a la oposición que sus ideas políticas sean erróneas sino que son malas y que sus votantes son fascistas, xenófobos, machistas… Cuanto más radical es la izquierda, más enfoca su acción política como una lucha contra el mal y más dispuesta está a castigar a los transgresores. Las exigencias de los movimientos feministas radicales se asemejan a las imposiciones puritanas de otros tiempos.

La izquierda no solo considera que está en posesión de la verdad científica, sino que se siente poseedora de la verdad moral y, por tanto, de la superioridad moral frente a su oponente. Quienes se desvían de la norma son sometidos a público escarnio y se censuran o suprimen obras y autores. Una vez que se ha impuesto, es difícil resistirse a la superioridad moral. «Nadie es más peligroso que el que se imagina puro de corazón» (James Baldwin). Y al creerse en posesión de la verdad moral e introducirla en la acción política, se sienten legitimados para imponerla a los demás recortándoles derechos y libertades. El daño es letal, pues en democracia deben existir distintas visiones de la realidad, todas ellas legítimas y los ciudadanos son libres de optar por la que crean más conveniente.

Pero esta izquierda presenta la acción política y el proceso electoral como una lucha entre el bien y el mal. Con esa disyuntiva se pretende alejar a la derecha de sus votantes incapacitarla para llegar a acuerdos con otros grupos y preparar el terreno para, en último término, ilegalizarla. Dice Joseph Bottum: «Si crees que tus oponentes políticos no están simplemente equivocados, sino que son el mal, has dejado de hacer política y empezado a hacer religión». La democracia no es compatible con la superioridad moral. Si tu discurso es la verdad y el discurso del otro es un discurso de odio; si tu oponente es un fascista malvado y peligroso, es evidente que con él cualquier acuerdo es imposible.
Esta religión laica que están imponiendo se caracteriza por su crueldad y la ausencia de perdón para los pecadores. ¡Ay del juez que sentencie en contra de sus principios o de la persona que los infrinja!, pues será aniquilado, silenciado, padecerá el linchamiento público en la arena de las redes sociales y será condenado al ostracismo. La nueva religión acaba con la libertad individual so pena de arruinar la reputación y la vida. En la campaña de las elecciones andaluzas, Sánchez ha practicado esta aberración política de considerar a la derecha como un mal moral. Debería saber que «las sociedades morales tienden al autoritarismo, la jerarquía y la desigualdad» (Pablo Malo).