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No llamo a nadie asesino, puesto que no sé quién es el autor, aunque sí el responsable. Lo cierto es que Palma está en claro proceso de descomposición. Lejos están los días de Joan Fageda, en que se lavaba la cara de la ciudad remozando sus fachadas, y se procesaban sus basuras, succionadas con canales subterráneos, gracias a la ayuda de cuantiosos fondos europeos. Ahora, si bien se deslizan los coches por las avenidas del ensanche y desembarcan miles de turistas para recorrer el casco antiguo, poco importa, la ciudad languidece desde sus raíces. Una obra faraónica de su pasado –la plaza Mayor– solo alberga un parque subterráneo que huele a mil demonios y unas galerías comerciales devastadas tras su cierre. Lo denunciaban la pasada semana los de Ciutadans, haciendo pública oferta para resucitarla.

Un general insigne convertido en líder social, Fulgencio Coll, día tras día está al pie del cañón, perdón, a pie de calle, para denunciar un desastre tras otro. Un día son los grafiteros, otro los okupas y al siguiente los pirómanos. Nada les impide campar a su gusto. Se abandonan lugares venerables como el colegio de Montesión, cuya docencia se traslada totalmente a Son Moix, y quizás pronto el de San Francisco. ¿Por qué? Pues porque Palma está agonizando y carece ya de las nuevas generaciones de jóvenes que vitalizan las ciudades. La docencia, al igual que el botellón, campa más allá del ensanche ciudadano, donde proliferan nuevos hábitats. El centro, cada día con menos aparcamientos para coches, se ha quedado en albergue hotelero y residencia de mayores. ¿Dónde sus tiendas emblemáticas? Colectivos de todo género y el mismísimo Consell Insular, se oponen a las fantasías urbanísticas de la Palma de José Hila. ¿A dónde vamos?

El asunto es muy grave. En el casco antiguo sigue valorándose la vivienda pero desaparece su alma. Su centro ha quedado «desnaturalizado» como escribía hace unos días Miquel Munar. Casas señoriales se convierten en locales de moda y chiringuitos; iglesias, en salas de conciertos y exposiciones, y la mismísima Catedral, con miles de visitantes diarios, en el mejor negocio de la ciudad. Y no digamos de los numerosos ámbitos de referencia, bien sean cines, librerías, talleres artesanales o centros de alimentación, en donde se hacía gala de los mejores productos. Esto no lo compran los turistas, ni los residentes mayores que buscan el silencio en su lento caminar. ¿Subvenciones al comercio tradicional? ¡No! Mejor a los cursos de catalán.

Hay momentos en que pienso que, con los chicos de Més, de Podemos y adláteres, regresamos a la Palma de las Germanías. No bastó conmemorar sus quinientos años. Ahora un asesino llevado a los altares, el felanitxer Joanot Colom, regresa a los honores de hijo preclaro de la ciudad. Olvidamos que mató al menestral Joan Crespí, un contemporizador que estorbaba a los radicales. Lo de siempre. Y la utopía, mezclada con un brutal espíritu de venganza, parece embargar los ánimos de algunos de los nuevos mandamases capitalinos.

Hace quinientos años los agermanados trataban de sobrevivir ante los impuestos y los gravámenes que imponía la capital, asaltándola. Ahora basta con traernos al prestigioso Waqar Ahmat y sus Rapid Kebab. Viva el multiculturalismo. Fuera llonguets. Hasta los cocarrois nos los han dejado sin pasas ni piñones. Dicen que son muy caros.