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La nariz no suele mentir. Por estar en primavera, en tiempo pascual y a mitad de mayo, estamos viviendo el período en que los aromas se despliegan con poder. El cantar de los cantares la llama Sulamita; toda su historia está hecha de efluvios, bálsamos, perfumes y fragancias. Le preguntan: «¿Qué distingue a tu amado de los otros?». Responde: «Sus mejillas son macizos de perfumes, eras de balsameras». Otra mujer bíblica tiene nombre de María Magdalena, la que, según el Evangelio, ungió el cuerpo del difunto con ungüento oloroso. Amanecía la pascua y, siguiendo el rastro del aroma, encontró vivo a quien amaba.

Recorrer el camino de la fe no debe ser muy distinto del itinerario olfativo de estas mujeres. El frenesí de Sulamita y el ardor de Magdalena coinciden en seguirle el curso al aroma de aquel en quien tienen puesta su opción. Ni una mujer ni otra teoriza, ambas echan a andar.

Sin embargo, en la fe y en el amor, la gran pregunta es quién busca a quién. Yo doy por verificada la existencia de un aroma que decide seguirle el curso a quien lo anhela. Entonces, ¿quién es aquel que cree y quién aquel en quien se cree? ¿Quién es aroma y quién, olfato? ¿Quién seductor y quién, seducido? El hecho es que confluyen y se abrazan.