TW
0

Desde que se empezó a apuntar a los pedos de las vacas como agentes malignos que participan en la degradación del planeta, entendí que el asunto debía ser complicado, de lo más complicado. Como es natural, desde entonces miro a las vacas de manera distinta; antes veía en su gorda complacencia una especie de muestra de la paz que sentían en sus vidas: pastar, estar bien atendidas y a lo suyo. Desde que los expertos vieron en ellas a unos peligrosos depósitos de nitrógeno que deben ser regenerados (Greenpeace dixit) durante esta misma década, las observo con inquietud.

La preocupación generada por las vacas, sus heces, que amén de nitrógeno contienen fósforo, y su forma de explotación, está llegando al límite en los Países Bajos, los mayores exportadores de carne para el consumo de la UE. Allí, se busca más que en otros lugares el anhelado equilibrio entre la naturaleza y las actividades agrícolas, como deseable e imprescindible camino hacia la economía circular. Ah, la economía circular, qué no llegaremos a discurrir y hacer en pos de ella.

Y aquí entran las soluciones. Se habló de la reducción de la cabaña ganadera, lo que no acabó de convencer, ya que lo importante no es que haya menos animales sino que se reduzca el nitrógeno. ¡Menos pedos! Desde la Organización Agrícola y de Horticultura llegó la gran idea: mejorar la dieta de las vacas, diluyendo así el estiércol y suavizando su impacto por tierra y aire. Genial. No obstante, ya los hay quisquillosos que hablan de optimizar los aminoácidos esenciales a fin de lograr una buena alimentación, menos proteica, ya que lo que no entra por un lado, no saldrá por otro.