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Hace unos días, mientras veía un vídeo en Youtube, no llegué a tiempo a darle al botón de ‘Saltar anuncio’ y se me coló un mensaje comercial, de manera que me tragué el rollo de uno de los grandes fabricantes de teléfonos móviles. Cuando ya podía interrumpir el anuncio, el contenido me había atrapado. Me enganchó porque nunca en mi vida había visto algo tan disparatado, símbolo casi perfecto de lo que es el descomunal engaño de la protección del medio ambiente, parte de la manipulación en la que se ha convertido la comunicación de masas contemporánea.

En el anuncio, un alto cargo de la multinacional explicaba el compromiso ambiental de esa fábrica de teléfonos. Observen la imagen al completo: la industria crea un dispositivo del que produce literalmente miles de millones de unidades, empleando a trabajadores en condiciones inhumanas en factorías chinas –recuerden las denuncias contra Foxcomm en The New York Times–, con baterías cuyo litio ha dado pie a cualquier clase de atropellos en los países más pobres del mundo, con obsolescencia programada, cuya reutilización es prácticamente inexistente, y, sin embargo, nos habla de sensibilidad por el medio ambiente.

No crean que esta es una mentira excepcional. Ustedes habrán visto que los supermercados han eliminado la bolsa de plástico que nos daban en las cajas, como si no fuera que el cien por ciento de los productos de sus estanterías vienen hoy en dosis prácticamente individuales, en envases de plástico de un uso. Al mismo nivel, hablamos de la sostenibilidad y de la circularidad de que mil millones de turistas pasen sus vacaciones en las antípodas, desplazándose en los treinta mil aviones que operan hoy en el mundo, y alojándose en millones de hoteles construidos al efecto, alterando el entorno a veces de forma irreversible.

Esta locura es comparable a que los alemanes se rasguen las vestiduras porque en Brasil hacen una carretera por el medio de un bosque. ¿Pero cómo puede un ciudadano del país con la mayor red de autopistas del mundo, cuya mayor superficie verde disponible es un campo de fútbol, donde los árboles más habituales son los de Navidad, atreverse a dar lecciones de ecología? ¿Se acuerdan de aquello de haz lo que yo digo pero no lo que yo hago?

Ahora mismo, los fabricantes de coches nos cuentan de su preocupación por el medio ambiente, por lo cual están acelerando la transición al coche eléctrico. ¿Alguien va a decirnos un día que la fabricación de un coche eléctrico es varias veces más contaminante que la de un coche atmosférico y que hasta los cien mil kilómetros, la huella de CO2 de los eléctricos es bastante peor a los de combustión?

Por supuesto que nos estamos cargando el planeta. El problema es más grave de lo que estamos dispuestos a aceptar porque no es sólo la contaminación de los países ricos, donde más o menos las cosas se podrían llegar a controlar, sino que hoy Caracas, Delhi, Shanghái o Nairobi tienen más coches que Londres, París o Nueva York y su crecimiento es exponencial. Lo cual me lleva a plantear el que a mi entender es el verdadero problema ambiental de fondo, ante el cual todo lo que hacemos son apaños y zafarranchos: el planeta no puede soportar que sus siete mil millones de habitantes tengan la calidad de vida de los alemanes, por decir un país rico. La Tierra no puede soportar ni la telefonía, ni las carreteras, ni el consumo alimenticio, ni el ocio, ni la ropa, ni la movilidad que tienen los ricos.

Yo estoy especialmente indignado con la visión ecologista que hacemos en Baleares del turismo. ¿Pero es que alguien se cree que es posible con un hotel circular, ovalado o cuadrado conseguir que todo el mundo pueda viajar sin que haya impactos insoportables? Pues no. Basta ver cómo los destinos más populares quedan destrozados, incluso socialmente, tras veinte años de turismo de masas: los Starbucks, Hertz, Marriott o Uber imponen su ley, siempre avalados por los informes de consultoras que garantizan que compran el café solidario a los más pobres de Colombia, que sus coches emiten agua de colonia, que sus hoteles mejoran el entorno o que los empleados ciclistas son felices.

Yo creo en la necesidad urgente de plantear estos asuntos con rigor, lo cual exige dejar de legislar mirando a las urnas; es perentorio decir la verdad en todos los sentidos y no engañar más. Aunque, en descarga de los políticos, he de admitir que probablemente el ciudadano medio, usted y yo, no quiere escuchar estas verdades y prefiere que le tranquilicen la conciencia diciéndole que ahora, con los hoteles circulares, salvamos el planeta.