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Dos años, nada menos que dos años, escuchando a los augures subsección papanatas anunciándonos un mundo nuevo, una vida en la que los cambios nos conducirían a una nueva normalidad, si es que esta expresión no es del todo estrambótica. Y, por si fuera poco, una inmensa mayoría dando por bueno que tal conmoción se debía exclusivamente a la propagación de un virus, hoy «gripalizado», como así debió ser desde el primer momento.

La pandemia como excusa y a la vez coartada. Por lo demás, las historias estaban escritas y siguen su curso. Se ha ganado tiempo. Dejado atrás el miedo a la enfermedad, el mundo recupera su clima prebélico, el de anteayer. Las diferencias entre lo que quiere la Rusia de Putin y una OTAN más de Estados Unidos que de la Unión Europea se mantienen camino de la crisis. La guerra parece no interesar realmente a nadie, pero el escenario en el que se produciría la misma es el que algunos, con Putin al frente, desean manejar. Por lo demás, se ha confirmado el fracaso occidental en Afganistán.

En cuanto a China y Estados Unidos, mirándose embobadas en el Pacífico, reflexionan acerca de sus cuitas sobre un modelo económico chino casi agotado, y uno norteamericano forzado a mostrarse más replegado que nunca. La pésima simiente del yihadismo sigue prendiendo en el Sahel, en Somalia, en Mozambique. Hay menos guerras, cierto, pero no menor sufrimiento de las gentes que huyen del conflicto, del hambre, de la pobreza, sin tener a donde ir. Yemen, Etiopía, Haití, desigualdad, injusticia. Prácticamente, todo sigue igual, como estaba previsto.