TW
1

La transformación del modelo turístico eran las camas. Nunca antes las camas habían dado tanto juego en política desde que la primera gran decisión de Pedro Sánchez al llegar a La Moncloa fue cambiar de colchón, elemento ciertamente indisoluble del lecho. Francina Armengol fue a Madrid para la magna foto con hasta dos ministras en puertas de la feria turística y cifró en las camas articuladas el estandarte del futuro turístico de Baleares. El decreto ley de Circularidad y Sostenibilidad Turística, que así se llama la iniciativa gubernamental, sigue fielmente los nuevos parámetros de la cursilería semántica al uso; en la actualidad si una norma, decreto o ley no incorpora alguno de los términos obligados, circularidad, sostenibilidad, ecologista y, a ser posible, con perspectiva de género, quedaría fuera de los mandamientos de la progresía, aunque el significado de tanta parafernalia lingüística solo esté al alcance de los elegidos.

Con la lógica satisfacción de las camareras de pisos, que verán sensiblemente mejoradas sus condiciones de trabajo, y también de las empresas establecidas a las que la congelación de plazas ordenada elimina temporalmente la competencia –ahí está el efecto inmediato de la revalorización del precio de los hoteles en un 20 %–, el decreto turístico ha cosechado severas críticas en el poco tiempo transcurrido desde su aprobación por el Govern. En primer término, por el procedimiento: una vez más una iniciativa que se pretende trascendental, nada menos que, aunque sea sobre el papel, el cambio de modelo económico, ha sido hurtada a la participación de los partidos de la oposición y de otros colectivos como el de las viviendas vacacionales. Habtur, la patronal que las representa ha expresado su temor a pagar en solitario las consecuencias del parón que se busca con el decreto. Su presidente lo ha expresado con rotunda claridad: «Nos sentimos engañados por el Govern porque nos utiliza de moneda de cambio cada vez que negocia algo con los grandes hoteleros». La asociación ve peligrar la viabilidad de hasta 90.000 plazas residenciales turísticas, en un contexto en el que sobrevuela una idea muy del agrado de la izquierda gobernante, pero sin duda tremendamente arriesgada: el decrecimiento.

El principal partido de la oposición, el PP, ya ha anunciado su intención de derogar la norma en caso de acceder al gobierno, lo cual evidencia por un lado la incapacidad del Govern para alcanzar acuerdos de mínimos, más allá de sus aliados, y, por otro, la inseguridad jurídica que supone la expectativa de no perdurabilidad de la norma, como si de una maldición se tratara sobre la actividad económica de Baleares, sea en materia turística, como es ahora el caso, sea en cuestiones que inciden sobre la gestión del territorio, o en cualquier otro ámbito productivo. Es inevitable la sensación de confusión derivada del decreto turístico en tanto en cuanto queda la percepción de ser una medida al gusto y las exigencias de las empresas hoteleras hegemónicas en el sector al tiempo que se pretende dar respuesta a los socios de Govern más exigentes en cuestiones de restricciones turísticas. Pero sin propuestas acerca de cómo reconvertir la oferta obsoleta ni avanzar en criterios de calidad sin perder cuotas de mercado.