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Cuando hace unas semanas la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, llegó a un acuerdo con la patronal para mantener lo esencial de la reforma laboral del Partido Popular, yo pensé que la líder de Podemos iba a tener un buen problema para salvar la cara, pese a la conocida capacidad que tiene su partido para la prestidigitación mediática.

La reforma laboral de Rajoy, aprobada cuando los ‘populares’ sucedieron a Zapatero en Moncloa, en plena crisis del 2008, tiene muchos puntos controvertidos pero, por encima de todo, la cuestión que concentró la hostilidad sindical fue la reducción de las indemnizaciones por despido. Ese era el tema central de la reforma laboral, pendiente desde el inicio de la Transición, que para la derecha y el empresariado eran fundamentales. En lo esencial, la reforma laboral supuso que las indemnizaciones de cuarenta y cinco días por año trabajado pasaban a veinticuatro. Por si con esto no bastara, se introdujeron criterios más laxos para considerar un despido como improcedente. Es decir que, encima, no todas las rescisiones de contratos acabarían como improcedentes. Además, esa reforma contemplaba otros temas no tan fundamentales, como si prima el convenio sectorial o el de empresa –más protector el primero, pero menos flexible–, cuándo se puede presentar un expediente de regulación de empleo, la temporalidad y la propia tipología de los contratos.

Pero lo trascendental, lo que realmente enfrentaba a los dos modelos económicos, la bandera que movían los sindicatos y patronales era el asunto de la indemnización por despido: para el sindicalismo, reducirla significaba desbloquear el despido masivo, pero para la derecha era la forma de facilitar la contratación, porque aquellas indemnizaciones eran disuasorias.

La indisimulada búsqueda de todo tipo de pretextos para retrasar el cumplimiento de la promesa electoral de suprimir la reforma de Rajoy denunciaba no sólo las presiones europeas para mantener el despido como estaba sino que ya sugería que a la izquierda le iban bien las cosas así, porque de lo contrario no habría recuperación del empleo en el país. Y el paro, más allá de los discursos, sí tiene poder para hacer daño electoral.

Así, pues, yo pensaba que pactando con la patronal, manteniendo las indemnizaciones que Rajoy había puesto a los despidos, Díaz, y con ella el Gobierno, había traicionado sus postulados y se había metido en un lío. Un interminable listado de intervenciones públicas, disponibles en las redes, confirman el engaño. No debería de haber sido fácil para Podemos salir bien parado de un acuerdo nada menos que con la gran patronal para mantener el despido con una indemnización recortada.

Yo pensaba que esa sería una buena oportunidad para que el Partido Popular se presentara a la sociedad como un partido competente, diciendo que hasta la izquierda sigue su política económica. Pero nada de eso ha ocurrido. Pablo Casado, el líder de la derecha, decidió que no iba a alinearse con la patronal, sino que iba a acusarla de irse a la izquierda y de perder el sentido común. Casado sale al rescate de Podemos al desmarcarse de una reforma laboral que, esencialmente, es la misma que en su momento aprobó su propio partido. Un delirio. Como si la patronal fuera a ser capaz de votar en contra de sus propios intereses.

Observen que este posicionamiento del Partido Popular es nefasto por un segundo motivo: además de meterse en un lío con los empresarios, además de quedar fuera de foco, comete el error de desviar la atención del punto central de la reforma laboral –las indemnizaciones– salvando a Díaz, Podemos y Sánchez del embarazo que supondría incumplir su promesa electoral.

Esta cuestión tiene el interés de poner en el primer plano otra costumbre absurda y arraigada en nuestra política: más vale equivocarse antes que compartir algo con el rival. En España tenemos asumido que todo se divide en dos opciones irreconciliables: lo que apoye la izquierda tiene que ser rechazado radicalmente por la derecha y al revés. Incluso cuando uno de los partidos defienda algo indiscutible, obvio, todo lleva al rival a oponerse, muchas veces haciendo el ridículo. Parece que para nuestros políticos es más intolerable alinearse con los rivales que con un disparate.

Esta visión, muy instalada en España, descarta por principio que pueda haber políticas conjuntas entre los partidos mayoritarios, rechaza los acuerdos más allá de las trincheras y convierte en absolutamente inviables las políticas de estado. Sin embargo, nunca como ahora España ha necesitado más racionalidad y menos emocionalidad; menos trincheras y más acuerdos.