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Siglos de historia no han impedido que seamos un país cainita y destructor. Hoy amamos y adoramos y mañana odiamos y vituperamos. No tenemos medida y la Atención Primaria es un claro ejemplo de ello. Hace año y medio, a las 8 en punto de la tarde, salíamos a los balcones a aplaudir al personal sanitario y hoy les lanzamos puñales en los centros de salud.

Desde vagos o sinvergüenzas, hasta vendidos, insolidarios y prepotentes, hay una amplia gama de insultos dirigida a estos profesionales, especialmente en las redes sociales, dónde la cobardía encuentra su acomodo.

¿Tan difícil es entender el trabajo que hacen cada día? ¿Tan complejo informarse de su número de pacientes, tanto presenciales como telefónicos, e, incluso, de los test de antígenos y las PCR que se ven obligados a realizar a gente que sólo sabe exigir, aunque no presente síntomas? ¿Tanto cuesta entender que muchos de ellos se contagian y otros doblan turnos para no dejar desatendidos a los enfermos? Se ve que sí, porque, desgraciadamente, la destrucción la llevamos en el ADN.