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El fallecimiento de don Bernat Cifre Forteza me retrotrajo cuarenta años atrás, cuando este singular experto en la obra de Costa i Llobera fue nuestro profesor de Latín en el instituto Ramon Llull. Ciertamente, la de 1977 a 1981 constituyó una brillante promoción de bachilleres, en la que han destacado muchos reconocidos profesionales de todas las facetas, casi todos actualmente en el cénit de su vida laboral. Será difícil en el futuro hallar en la enseñanza pública, e incluso en la privada más prestigiosa, un ramillete de mentes más dotadas que aquellas que me acompañaban en las gélidas aulas de un instituto ‘masculino’ que había dejado de serlo.

Fuimos también afortunados de vivir aquella transición generacional entre los viejos profesores de la era franquista –casi todos, excelentes– y la nueva hornada de jóvenes docentes, muchos de los cuales han alcanzado ya la edad que a la sazón tenían personajes inolvidables como doña Olvido Taix, don Antoni Colom, don Pep Font, don Eusebi Alomar, don Joan Bonet, o el irrepetible don Maximino San Miguel.

A caballo entre esta generación y la de los profesores del postfranquismo estaba, precisamente, don Bernat Cifre. Cifre era un hombre entregado a su disciplina que a duras penas conseguía que vislumbráramos lo importante que algún día serían las pasiones en la vida de cada cual. A mí me pilló completamente a contrapié, porque fui un extraño espécimen que cursó un bachillerato de ciencias y luego decidió pasarse en COU a las letras igualmente puras, a sabiendas de mis imperdonables carencias en materia de lenguas clásicas. Cuánta paciencia no tendría don Bernat con nosotros para que consiguiéramos aprobar la asignatura. Recuerdo como si fuera hoy como, acompañado de un colega igualmente mal dotado para el Latín –hoy eminente y reconocido profesional del derecho–, decidimos acudir a una conferencia de don Bernat en el Casal Balaguer, que versaba sobre Virgilio y Costa i Llobera, para ganarnos, si no un aprobado, al menos su simpatía, cosa que creo conseguimos. Todavía sueño a veces con que en la selectividad me toca Latín en lugar de Historia del Arte. Les aseguro que estaría aun agotando convocatorias.

Recuerdo, asimismo, los intentos de don Bernat para que nos tomásemos en serio el canto del Gaudeamus Igitur que pretendía enseñarnos a entonar a aquella pléyade de imberbes con permanentes ganas de diversión en los estrados del aula magna, mientras él nos acompañaba al piano y nosotros hacíamos el asno.

La paradoja de este ejercicio de sana nostalgia es que, aun sin imaginármelo entonces ni remotamente, llegué a ejercer una profesión en la que el Latín está todavía muy presente y a cantar en un coro hermosos himnos como aquél que don Bernat Cifre se afanaba inútilmente en enseñarnos.

Toda una lección de vida que resulta imposible legar a nuestros hijos porque aquellos profesores fueron sencillamente irrepetibles.

La última vez que coincidí con don Bernat fue en una Patrona, en su pueblo natal, unos años antes de la pandemia. Aun envejecido, le escuché cantar frente a la iglesia, con la misma pasión de 1981, el Visca Pollença que ritualmente sigue al Te Deum por la victoria cristiana cada dos de agosto.

Que Dios y la Mare de Déu dels Àngels lo tengan en su Gloria.