TW
0

Quizá sea porque todo se adapta a los tiempos o que somos nosotros los que irremediablemente vamos cambiando, pero cada año me cuesta más encontrar en estas fechas algo de luz, de verdadera luz. Los Reyes Magos abdicaron en favor de un señor gordo venido del norte en un trineo. Los camellos de toda la vida dejaron paso a unos renos que jamás habíamos visto por estos lares y los abetos se plastificaron para siempre.

Hasta los anuncios de turrones de toda la vida han desaparecido de nuestras televisiones que se ven colonizadas a todas horas por perfumes y fragancias de todo tipo que nos venden voces venidas de lejos que hablan una lengua que aquí pocos entienden y menos hablan. Las felicitaciones que adornaban nuestras casas son ahora mensajes electrónicos creados por algún algoritmo loco. Incluso lo que eran los luminosos adornos navideños de nuestras calles se ha convertido en una especie de competición auspiciada por un iluminado que se supera cada año por ver quién enciende más bombillas. Poco o nada le importa que el precio de la luz se pueda pagar cada vez en menos hogares o que haya barrios enteros a los que esos iluminados han castigado impunemente a no tener luz desde hace más de un año.

La de las colonias por Navidad es una de las pocas tradiciones que se han mantenido inalterables, aunque ahora lleven nombres más raros, como inalterable se ha convertido la tortura que hemos de padecer cada enero oliéndolas allí donde vayamos. Las socorridas corbatas, al menos, sí están en vías de extinción, aunque han sido sustituidas por un sinfín de absurdos videojuegos que autizan al más pintado. Todo sea por distraer al ciudadano que, orgulloso de su ignorancia, se deja idiotizar sin oponer la más mínima resistencia.

La estrella de Belén ha dejado paso a otras estrellas que, en lugar de brillar o iluminar el camino, apagan nuestra inteligencia: los móviles, esas máquinas que han colonizado nuestras vidas a través de mensajes que nunca fueron importantes pero que ahora, con sus «me gusta», intentan que no perdamos lo poco que nos queda de autoestima. Triste y pobre consuelo en este mundo abocado a su autodestrucción que, cual nuevo y majestuoso Titanic, avanza impertérrito hacia el abismo mientras nosotros, sus pasajeros de tercera clase, somos felices contentándonos con escuchar la música que bailan quienes, arriba, viajan en primera clase. El mundo se va al garete y no hay botes salvavidas para todos, pero nosotros seguimos poniéndonos nuestras colonias y perfumes y cantando aquello de vuelve, a casa vuelve… por Navidad.