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El último pase, gran mito futbolístico, es desde luego el más importante. El decisivo. Ese pase, que o bien no existe o lo interceptan los rivales, es de largo el más difícil, razón por la que casi nunca sale bien. Un pase cualquiera lo da cualquiera, pero el último pase… Eso ya son palabras mayores. Puede que el llamado último pase lo inventase Sócrates, el filósofo socrático y no Messi, que cada vez que controlaba el balón lo lanzaba en profundidad y en forma de pregunta (el último pase siempre es un interrogante), para que alguien rematase. Cosa que nunca sucedía, pero el padre de la filosofía ya había cumplido. O no, puesto que si nadie responde al último pase, ya no cabe llamarlo así. Es una pifia.

Milenios después, todos los partidos de fútbol, los conflictos políticos y el mundo en general, están llenos de últimos pases perdidos, porque o el teórico pasador no los vio, o peor aún, vio un pase excepcional que no había, que sólo existía en su imaginación exaltada. «Nos está fallando el último pase», dicen entonces los comentaristas. Fenómeno aciago que es lo peor que puede ocurrir en el fútbol o en la vida (y en filosofía), porque como los cientos de pases anteriores iban encaminados precisamente a generar ese último pase, pifiarlo es pifiarlo todo. Esfuerzo baldío. De qué sirven diez mil pases buenos si fallas el último.

A eso se debía referir Camus cuando aseguró que todo lo que sabía de moral lo había aprendido en el fútbol. En tanto que guardameta profesional del Racing Universitario de Argel (el RUA), se había cansado de ver, y atajar, últimos pases fallidos, que parecía que sí, pero no. «La pelota nunca viene por donde uno espera que venga», dijo también. La tuberculosis le apartó del fútbol, aunque no del fumar. Pero volvamos al mito del último pase, que como todos los conceptos futbolísticos, es más literario que futbolístico. De ahí que el último pase lo fallen siempre los mejores, los maestros del último pase (y los grandes escritores), ya que a los demás ni se les ocurre tal cosa, y disparan al graderío sin reparar en el compañero mejor situado. Ah, la maldición del último pase. Hoy no acertamos con el último pase, dicen los comentaristas.