TW
1

Cuando empezaron a aligerarse las restricciones que impuso la pandemia pensé que algo parecido –a mucha mayor escala– debieron sentir nuestros antepasados medievales cada vez que comprobaban que la peste se alejaba de sus pueblos. Una suerte de liberación, aunque no con total tranquilidad. El haber estado cerca de la muerte, de la enfermedad y asfixiados por la tenaza del miedo, provoca que rebrote con fuerza la necesidad de vivir, de disfrutar, de aprovechar el aquí y el ahora, lo que tienes y lo que eres. Nos entran entonces las prisas, las ansias… y parece ser que también el consumismo feroz. El carpe diem que conduce ahora nuestros pasos nos ha llevado a gastar hasta lo que no tenemos. A pesar del desempleo, del cierre de miles de negocios, de los ERTE y los ERE… tenemos ganas de fiesta. Y se ve que para muchos la fiesta consiste en acudir al centro comercial más cercano y vivir la vida loca. Tanto es así –quizá no en España, país de seculares crisis y dramas económicos, pero sí en Estados Unidos– que el comercio mundial se ha vuelto loco. Desde China producen a ritmo desenfrenado, pero no hay suficientes contenedores ni barcos para llevar los cacharritos hasta nuestro codicioso mundo desarrollado. Tras un año sin poder comprar más que papel higiénico y lo justo y necesario para comer y ducharnos –ni siquiera renovamos el guardarropa o los juguetes de los niños–, se ha abierto la veda del placer. Los mares están petados de buques que van y vienen, cargados, como los Reyes Magos, de toda clase de cosas más o menos inútiles, que nos harán sentir más vivos, más ricos, más felices. El derroche es gigantesco, la contaminación del mar, insondable, el nihilismo, total. Pero que no pare la fiesta.