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La presidenta Díaz Ayuso, de nombre Isabel como ‘La Católica’, reina de Castilla, o de Isabel II, bajo cuyo reinado (1843-1868) se conformó la alianza entre fortunas y corrupciones, ahí «se verá el origen y el embrión de no pocos vicios de nuestra política» (escribía Pérez Galdós en 1906), toma algunos brillos de aquellas mujeres. De la primera, una visión mesiánica pretendiendo volver a la España triunfante de la conquista de medio mundo; de la segunda, una personalidad incontrolable, a su aire, desapegada de las disciplinas de su rango. La reina rompía los moldes de palacio; la presidenta, rebelde ante el corsé de contención que trata de imponerle el presidente de los populares.

Si la hija de Fernando VII, casada a la fuerza con su primo Francisco de Asís, homosexual, y frustrada en su matrimonio se tiró al monte de la ninfomanía; la presidenta Isabel Díaz Ayuso padece cierta hubrimanía (síndrome de adicción al poder) valiéndose de su habilidad para detectar oportunidades políticas y su talante populachero. Valle-Inclán en La corte de los milagros, describía a la reina Isabel II, como su Católica Majestad: vestida con una larga bata de ringorrangos, flamencota, herpética, rubiales, encendidos los ojos del sueño, pintados los labios como las boqueras del chocolate, tenía esa expresión, un poco manflota, de las peponas de ocho cuartos. Reina con solo 13 años, adulada y sin freno de caprichos, por su desgraciado matrimonio, se granjeó la comprensión y estima de los madrileños. Su estética sensual, acentuando sus rasgos femeninos más notables, ligaba bien con el pueblo llano haciéndola cercana y popular. Me viene a la memoria ahora cómo, hace algunos años, se hablaba de otro personaje singular, Belén Esteban, como la princesa del pueblo. Había quien veía en ella a una posible líder política; nada escandaloso si se recuerda cómo Cicciolina, una actriz porno italiana de adopción, llegó a ser parlamentaria (1987) por el partido radical italiano.

Volviendo a Ayuso, lejos de las frivolidades mundanas de las anteriores, sí toma los modos de la vulgaridad populista y de argumentarios falsos y oportunistas a lo Trump o a lo Boris Johnson, para construir un personaje a la medida de sus necesidades mediáticas; un genuino, ese sí, experimento Frankenstein. Pero en ese enfrentamiento con la dirección de su partido puede que haya tanta lucha por el poder como, ¡vaya sorpresa! solideces ideológicas nada despreciables.

La presidenta de Madrid, siguiendo el hilo del estilo de la expresidenta Esperanza Aguirre, hace de la comunidad autónoma una excepcionalidad respecto a las demás. No solo se trata del comportamiento errático y sistemáticamente en contra de las directrices del gobierno socialista y de las demás autonomías, también de las del Partido Popular, sino que se esfuerza en presentar a Madrid como un oasis de libertad ultraliberal; en ese sentido de espacio de baja fiscalidad y menor calidad social y, en esta crisis de la COVID-19, con cierto negacionismo cínico, a lo Jair Bolsonaro.

Pero se percibe otra intencionalidad que podría tener trascendencia política. ¿Estaría la presidenta de Madrid pretendiendo que el Partido Popular reconozca a un PP madrileño, como partido propio como una excepcionalidad formal, como lo es el PSC respecto al PSOE?

Y, yendo más lejos, a tenor de ese espacio de baja fiscalidad que tanto gusta a las empresas de otras regiones que han trasladado sus sedes o empresarios que han domiciliado sus patrimonios en ese, ahora, paraíso madrileño, ¿no estaría, la presidenta Isabel Díaz Ayuso buscando, de hecho, que Madrid se convirtiera en un pequeño Estado dentro del Estado? ¿No estaría esto cerca del Estado federal?

Quizás el PP debiera abrir ese debate y evitarse peores encontronazos en el futuro. Como, en otras cuestiones, el matrimonio homosexual, por ejemplo, el PP suele llegar tarde. Se opone de entrada, y vota en contra, y luego se beneficia con prodigalidad.