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Uno de los debates más recurrentes que enfrentan a la derecha y la izquierda es el nivel de eficiencia del sector público en la prestación de servicios a los ciudadanos. Mientras la izquierda, casi siempre por pura ideología, defiende lo público como inexorablemente mejor, la derecha predica lo contrario, en ocasiones ignorando la evidencia. Acabada la Segunda Guerra Mundial este debate se inclinaba en favor de la estatalización pero a partir de los ochenta, especialmente tras el paso de Margaret Thatcher y Ronald Reagan por el Gobierno británico y americano, hubo un giro privatizador.

En sí mismo, el debate revela la irracionalidad con la que frecuentemente se defienden estas posturas: afirmar que lo público es por norma más barato y eficaz que lo privado no tiene sentido; sin embargo, lo contrario tampoco se puede presumir sistemáticamente porque hay muchas actividades en las que el capitalismo puro y duro conducen al absurdo.

En esta confrontación recurrente, la derecha cae siempre en el error de analizar la eficacia del estado a partir de los valores propios de una empresa privada. De ello se infiere que los responsables del sector público serían absolutamente incompetentes, lo cual, a mi juicio es un error profundo. Para mí, las conclusiones de este análisis son disparatadas porque el enfoque de partida, las coordenadas que aplicamos, son incorrectas o, lo que es lo mismo, nos hacemos las preguntas que no son pertinentes.

Los referentes de una empresa privada son muy fáciles de entender, todos sometidos a la idea central de ganar dinero. Los demás objetivos se derivan de este: se puede olvidar el dinero momentáneamente para consolidar una marca para más tarde recuperar lo no ganado; se puede renunciar a parte del beneficio inmediato para ampliar la cartera de clientes y mejorar los resultados en un plazo aún más largo. Pero al final siempre la lógica es la del lucro.

Estudiar el comportamiento del sector público desde este punto de vista es tan habitual como absurdo: el objetivo primordial de sus gestores no es ganar dinero, ni dar servicios, ni siquiera cumplir un programa electoral, sino ganar las siguientes elecciones. Un servicio correcto puede ser necesario para obtener un resultado electoral positivo, pero hay que entender que en el orden de prioridades, las urnas van por delante.

Yo conocí al responsable de una empresa municipal de limpieza cuyo alcalde de derechas le llamaba para hacer trabajos innecesarios y gratuitos que políticamente podrían ser rentables, y le hacía contratar trabajadores inservibles pero que tenían capacidad de arrastre electoral. O sea, la empresa pública al servicio de un objetivo político. ¿Mala gestión? No, óptima de acuerdo al objetivo de ganar elecciones.

En este sentido, el político es absolutamente eficaz y cumple a la perfección con sus metas. Lo que ocurre es que los votantes no castigamos las deficiencias en el servicio. La catastrófica limpieza que nos ofrece Emaya, para no ir más lejos, no impide a los alcaldes ganar las elecciones, motivo por el cual ellos van a lo suyo: que la empresa les sirva a sus fines electorales, a la campaña, o a dar premios laborales a agentes que han servido al partido. Lo demás puede esperar.

Cuando un servicio público funciona desastrosamente, lo cual es habitual, estamos ante el resultado de la decisión racional de un político de priorizar que los funcionarios vivan bien, para ‘comprar’ su voto, antes que imponer estándares de calidad que inevitablemente le alejarían de la plantilla y no está nada seguro que arrastren un voto.

En el fondo, todo esto es el resultado de que el ciudadano vota a los suyos, a los de siempre, tanto da si lo hacen bien como si lo hacen mal. Y este es el punto crítico de una democracia: mientras la fidelidad del votante sea perruna, irracional, nunca tendremos servicios de calidad ni un estado eficaz. Ocurriría lo mismo con las empresas privadas: si siguiéramos comprando al que nos da un servicio malo y caro porque es de los míos, ¿qué sentido tendría mejorar la productividad de las empresas?

Una democracia sólo puede ir bien si los ciudadanos están dispuestos a dar la espalda a los suyos cuando lo hacen mal. En Baleares, desde 1984 las variaciones electorales apenas han sido de un dígito, lo que explica que tengamos una apariencia de democracia. Hay partidos que han arruinado las finanzas públicas, otros que han robado a espuertas, otros que han arruinado la enseñanza, pese a lo cual el coste electoral ha sido irrelevante.

Lógico pues, si hacerlo bien no tiene premio y hacerlo mal no tiene castigo, nunca mejoraremos.