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La sensación de lavas ardientes avanzando hacia nuestras conciencias en forma de pesadilla y de experiencia bíblica tiene algo de escatológico, algo de apocalíptico. Es una pesadilla que no es un sueño, es una realidad y ocurre. Tiene lugar muy cerca de aquí. Nada de lo que le pasa al otro es de verdad ajeno y hoy la que sufre no es ni siquiera enteramente otra en el nombre. Muchos europeos, habituales de nuestra Isla, se han sobresaltado pensando: ¿Cómo Palma? ¿Un volcán en Palma? ¿Ríos de fuego abrasando la ciudad que es casi mía, la tierra que me sostiene en primavera y en verano, el ganado que me procura alimento cuando una vez al año por lo menos consigo escapar de las cosas difíciles; cuando olvido el dolor y me calmo? ¿La certeza de mi sosiego arde? ¿Aquel rincón donde yo tengo una casa, un amigo...? ¿Un recuerdo que me acompañará siempre ya no existe?

Así es. Llamas ardientes avanzan sobre un promontorio muy querido por mucha gente porque todos los lugares del mundo son muy queridos por mucha gente. Todos los lugares del mundo son muy queridos por Dios y Jesús se duele hoy por cada niño que pierde su hogar. Cada madre que ayer metió lo más indispensable en una bolsa puso a su hijo sobre una cadera, el alijo de ropa a la espalda y echó a andar. Ese ser doliente es, en ese instante y en todos los instantes, hijo predilecto de un Dios que nos quiere, a cada uno, como si fuéramos hijos únicos. Es durísimo ver sufrir a un hermano; tan hermano que casi se llaman igual. Ellos, palmeros; nosotros, palmesanos. Son tan parecidos que, allá en ultramar, cuesta distinguir unos de otros. Somos sus hijos predilectos. Él nos ayudará a acompañaros, levantaros y amaros.