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Creo que no resultará a nadie extraño que me moleste soberanamente el desprecio con que algunos de mis conciudadanos tratan a las religiones. Ningún desprecio me parece idóneo, y lo digo como miembro de una iglesia e, igual, como miembro de una democracia. Sin embargo, no es esa la actitud que más me molesta. No me ofende más quien, en razón de mi fe, me odia que quien me compadece; ni me solivianta más el ánimo quien censura ácidamente mi existencia que quien misericordiosamente me la permite.

Para creyentes y para agnósticos, ni compasión ni permisión, sino respeto exquisito y soberano. Esa es la razón por la que no me parece correcta la minusvaloración de las opciones espirituales. En mi opción religiosa, por ejemplo, son fundamentales la fe, la esperanza y la caridad. Cierto que la fe no es saber y ésta es su limitación, pero es confianza y ésta es su nobleza. Cierto que la esperanza no da para la certidumbre, pero da para la posibilidad. Cierto es que el amor bíblico no me garantiza que yo siempre ame, pero sí que Dios me ame siempre.

Seres que se fían de quien aman, que están abiertos a más posibilidades que las evidentes, que se sienten entrañablemente valorados, no son seres para ser compadecidos, creo.