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Cuando uno se sumerge en una ciudad, en una cultura, en un ambiente, pierde las referencias; el entorno se erige en la normalidad: vivir en Palma cambia nuestras coordenadas; residiendo aquí uno olvida la realidad y cree aceptable lo que en cualquier otro lugar del mundo no lo es.

Sólo los habituados a Palma creemos que las paredes son lienzos en los que se puede verter toda la pintura del mundo. Aquí, cuando vemos una barrera sin pintar nos sorprendemos: «debe ser nueva», imaginamos. Los palmesanos creemos que a los edificios históricos como el Teatro Principal se los pintarrajea en sus paredes. «¡Qué raros que son los franceses que tienen el Louvre reluciente!», pensamos cuando visitamos París. Aún me acuerdo de mi impresión la primera vez que estuve en Oviedo. O en Bilbao. O en Málaga… Ay, en todos lados debo decir.

Nuestros políticos declaran el edificio de Gesa, patrimonio histórico, que significa que adoran ese edificio para, a continuación, dejar que los okupas lo invadan, se llene de pintadas, sus ventanas sean destruidas y sus accesos bloqueados. El edificio no sólo está protegido sino que está en la primera línea de Palma, considerada emblemática y no sé cuántas cosas más. Es lógico que interioricemos esto y convirtamos la destrucción de un edificio en normal. «Será así que se protegen las cosas».

Quienes vivimos aquí nos hemos habituado a que ni un puente de nuestras carreteras esté libre de las pintadas que muestran la mediocridad creativa de nuestros pintores. Encima, consideramos normal que ninguna autoridad limpie aquello, a la espera de que los matorrales lo tapen. Las cristaleras colocadas en las autopistas para preservar del ruido a los vecinos se han convertido en estercoleros a los que nos hemos habituado.

Para los residentes en Palma, que un equipo de limpieza pase por tu calle no significa nada: no corta la vegetación que crece junto a los bordillos, no limpia el suelo más que de algunas hojas de árbol, no friega, no retira la suciedad, de manera que con el tiempo, hemos terminado por pensar que limpiar es eso, pasear.

La plaza de España es un ñarro al que nos hemos acostumbrado: hemos acabado con el uso turístico del hostal Terminus para convertirlo en un vertedero; hicimos un techo para el acceso a la estación intermodal de un diseño atroz, indigno; los horribles cubos de cristal del parque de las Estaciones ya casi no se ven ahogados en la suciedad repulsiva.

En plenas Avenidas de Palma, entre edificios de valor histórico, nuestro ayuntamiento ha permitido horrorosas cajas de vidrio, en sí mismas interesantes muestras de la arquitectura contemporánea, pero presentes en un lugar manifiestamente inadecuado.

Los que estamos sumergidos en Palma no nos damos cuenta del mundo; igual que los peces no conciben que se pueda vivir fuera del agua. Lo ajeno nos resulta extraño. Tiene que venir la gente de fuera, habituada a ver el mundo normal, a decirnos «pero cómo se ha permitido esta barbaridad». Por eso, entiendo que al propietario del hotel Artmadams, sumergido en nuestro aldeanismo, le haya parecido normal decorar su edificio con unos dibujos mamarrachescos de discutible gusto. Lo que ocurre es que en nuestra ciudad, hasta quedan bien. Es un homenaje a la cutrería. Normal.

Supongo que este hotelero, viendo Palma, jamás sospechó que le podrían decir que eso no era legal. «¿Aquí?» Debió de pensar. ¡Cómo se le puede decir eso en una ciudad donde todo está manga por hombro! Por eso todos nos quedamos a cuadros: Neus Truyol, como si fuera la regidora de una ciudad seria, limpia y bien ordenada, como si Palma mereciera algún respeto urbanístico, se pone dura con este hotel. No se entiende porque aplicando el mismo criterio, los expedientes sancionadores deberían inundar la dirección de Carreteras, al propio ayuntamiento de Palma, e incluso a su propio departamento que ha consentido cualquier barbaridad. Ella, que ha convivido con la putrefacción de Emaya, que ha permitido que se nos peguen los pies al suelo en la suciedad de la ciudad, ahora se pone exigente. No me extraña que el empresario esté estupefacto. ¿Los que permiten el edificio histórico de Gesa pueden oponerse a mis garabatos? debe de preguntarse, con razón.

Yo me temo que esto no es por el hotel. Ni en aras del buen gusto. Ni por el cumplimiento de la ley. Yo miraría cómo presentó su caso ante Cort: ¿Se humilló lo suficiente? ¿Se hizo el idiota? O, por el contrario, dio a entender que tenía derecho a su pequeño estropicio.

Yo iría por ahí. La estética, por supuesto, queda descartada. La ley también.