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Hace calor. Estoy en la acera esperando a que llegue el tipo de la grúa. He pinchado. Acabo de hablar con él, en un minuto está ahí, me dice. Pese al calor, llevo la mascarilla puesta. Entonces veo que viene hacia mí un hombre despeinado, con la barba crecida, en chanclas, vamos, alguien muy parecido a mí cuando no voy de camisa. Pero no es el de la grúa. El hombre de las chanclas me mira y yo le devuelvo la mirada.

Me sonríe con una sonrisa un tanto torcida, diría que altiva, y me suelta: «los hay que aman la asfixia». Prosigue su camino. Lo observo mientras se aleja. Al principio, no lo pillo. ¿Qué ha pasado? Entonces lo entiendo. El tipo se estaba riendo de mí por usar mascarilla en la calle. ¿O me lo reprochaba? Me entran ganas de gritarle «tonto». Me río. Se me antoja un comportamiento típico de las redes sociales. Decimos algo, nos posicionamos, alguien nos rebate, nos enfadamos unos minutos, contraatacamos o nos olvidamos del tema y seguimos con lo nuestro. Esta manía de ir manifestando nuestra opinión sobre cualquier tema, aunque no nos la pidan, llega a ser desesperante.