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Una de las lecciones del golpe abrupto del coronavirus debiera ser repensar los modelos de crecimiento. Ello constituye un desafío para las ciencias sociales y para la política y las finanzas porque supone un reto fundamental: abandonar zonas de confort. Es decir: optar, decidir, errar, enmendar, fracasar, rehacer, transformar y persuadir. Esta crisis demuestra que son primordiales las apuestas estratégicas para sectores relacionados con la economía del conocimiento y la economía de los servicios públicos, especialmente los sanitarios y los sociales. Aquellas regiones que, en un contexto difícil como el de la Gran Recesión, mantuvieron infraestructuras y personal sanitario, han podido afrontar el coronavirus con más solvencia que otras economías regionales donde sus gobernantes decidieron aplicar una política de recortes presupuestarios generalizados, con poca o nula discriminación hacia los servicios de la salud pública. En el ejemplo de España, los casos de Madrid y Cataluña son ilustrativos.

Es decir, una reorientación del crecimiento exigirá igualmente no sólo tecnología punta, como siempre se arguye; sino igualmente ocupaciones intensivas en el factor trabajo, tales como asistentes sociales, personal de enfermería y otro especializado en cuidados cotidianos, profesorado orientado a población infantil, para poner apenas algunos ejemplos al respecto. Los procesos de encadenamiento y de «clusterización» económica van a ser más determinantes que nunca. Los costes de transición incumben tanto a las empresas como al sector público y su esfera instrumental (consorcios). Esto implica un elevado grado de cohesión y de coordinación de las políticas públicas, que deben ser verdaderamente emprendedoras: la capacidad de cambiar las condiciones de producción y de distribución, una especie de «destrucción-creadora» que vaya en una dirección más sostenible de la economía, menos consumidora de energía, de territorio y de recursos naturales. Esto implica crecimiento económico, no decrecimiento; esta propuesta es más cercana al «socialismo participativo» de Thomas Piketty, desde el momento en que se deberían defender sendos aspectos: situar los niveles salariales en una fase más adecuada para hacer atractivas estas tareas; y profundizar en una reflexión sobre la política fiscal a aplicar, que requeriría probablemente tocar los impuestos.

Las inversiones necesarias hacia líneas concretas: transporte público; proyectos de innovación en áreas como la bioeconomía, robótica, teletrabajo, que en un sentido amplio afecta la economía circular, la biotecnología, la biomedicina, la economía azul, las energías renovables –en particular, la fotovoltaica, para depender menos del carbón–, políticas de formación del capital humano que inserten en un haz compacto la formación profesional y los cursos de formación laboral; subvenciones iniciales a empresas innovadoras que tienen dificultades para obtener créditos en el mercado; mejoras en la costa para eludir futuras inundaciones, entre otras iniciativas que se podrían añadir. El coronavirus ha marcado la urgencia.