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El Rey ha dicho en Santiago que la monarquía «simboliza la continuidad de nuestra nación en la Historia como comunidad política, cultural y humana».

¿Comunidad humana? Como comunidad humana no conozco otra que el propio género humano, porque eso de comunidad humana así expresado, con pretensión de diferenciar a pueblos, es tan impreciso como insulso. ¿Comunidad cultural?, seguramente, los de esta parte, nos sentimos más cercanos a autores italianos, franceses o alemanes que a la honorabilidad de las austeridades castellanas.

Y, ¿comunidad política? Bueno, las naciones actuales, naciones estados, se formaron por agregación de territorios y naciones más débiles que se anexionaban por el llamado ‘justo derecho de conquista’ con la pretensión, que solo triunfó en Francia, de forjar una entidad nacional única y excluyente de otras, sustentada por una estructura administrativa centralizada impulsada por el absolutismo. Los revolucionarios de 1789 asumieron el poder absoluto de la monarquía, y su estructura nacional centralizada, bajo nuevos principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad contra el régimen estamentario.

A diferencia de España, en que los principios de la revolución no llegaron hasta al menos la mitad del siglo XIX, sin que nunca triunfara plenamente, en Francia las estructuras del estado moderno se establecieron cien años antes. España, por el contrario, entró partida en el siglo XX. De una parte, regiones con empresarios innovadores y políticos que seguían los ecos de la revolución francesa. Del otro, la España agraria y latifundista del caciquismo, que no se desprendía del despotismo medieval. España nunca fue una comunidad política porque no existe un consenso sobre su definición territorial, ni la propia definición de España.

Así que las tres proclamas del Rey reflejan más una interpretación a medida de la historia historiada, por quienes reinterpretaron los hechos del paso a su antojo y contra evidencias científicas, que un retrato objetivo.

Los que aplauden con énfasis esa concepción nacional y totalizadora de la España, catalizadora de mitologías fabricadas, eliminarían la estructura autonómica si pudieran, y ensalzan al Rey no por monárquicos sino porque ha decidido seguir la trayectoria borbónica, la Alfonsina, encarnando en sí mismo el cetro espiritual de una forma de ver España que, necesariamente, excluye cualquier otra.

Si el CIS se atreviera a preguntar, quizás nos llevaríamos sorpresas sobre lo que realmente piensa unos y otros sobre la cuestión territorial y el modelo de Estado. Quizás descubriríamos opiniones y posiciones territoriales divergentes, algunas irreconciliables, entre las naciones periféricas y la centralidad.

A punto de completar el primer cuarto de siglo XXI, el siglo en el que colectivamente nos liberamos de los yugos ideológicos (excepto para la parte del mundo sometido a las religiones), el rey Felipe , el católico en un país de escépticos y laicos, hizo la ofrenda al Apóstol de parte de España. ¿De qué España? ¿La que doctrinalmente está por esa labor de creer que desde las alturas nos consideran algo especial?

El rey Juan Carlos tuvo que cambiar el discurso Alfonsino, el de la Restauración que se asentaba sobre las oligarquías tradicionales (esas que no dudaron en promover las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco) , para trabar alianzas con la nueva España social que surgía con la modernidad económica y la revolución cultural del turismo.

Pero el rey Felipe parece que no ha heredado el buen olfato político de su padre y prefiere ser fiel a la tradición borbónica, tomando partido por un modelo de España, en lugar del pragmatismo que se le reclama desde la otra mitad del país. Siempre se puede rectificar el rumbo, aunque la inercia obligue a mayores esfuerzos.