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Mucha gente en Europa celebra la derrota de Donald Trump creyendo que al dejar la Casa Blanca el movimiento que le puso ahí quedará desarticulado. No será así. Porque el todavía presidente estadounidense no ha creado ese movimiento. El “trumpismo” no ha existido ni existe. Los fans del idiota -en segunda acepción – de cabello naranja son del mismo tipo que los “supporters” de cualquier personaje generado en los platós de televisión. También Belén Esteban los tiene. Son fenómenos que duran más o menos, que tienen mayor o menor intensidad pero que se que agotan siempre en sí mismos. No tienen trascendencia.

Trump puede degenerar mucho más todavía. Desde su humillante derrota en las urnas está caricaturizando la caricatura que ya era y es probable que su carrera política acabe con alguna grotesca puesta en escena que le retrate con más fidelidad, si cabe. Qué más da. Como si quiere volver a presentarse a la carrera presidencial, en 2024, como ya los hay que lo aseguran. O como si se hace, como parece haber dicho que quiere hacer, su propia televisión por internet para escucharse, verse y aplaudirse a rabiar. No cambiará nada por muchas patochadas que protagonice. Sus “supporters” le reirán las gracias, seguirán creyéndose -algunos – la imbecilidad de la conspiración demócrata para robarle la presidencia pero ya carecerá de importancia. Está amortizado para el movimiento que lo usó mientras le fue útil.

Eso es lo relevante: Trump nunca pasó de ser un alfil del creciente movimiento ultraderechista de Estados Unidos. Que es anterior a él -de hecho se empezó a forjar en serio cuando el hombre de cabello naranja decía simpatizar con el Partido Demócrata, al que ayudaba a financiar – y que le trascenderá. Ese neofascismo, travestido de defensor de las “libertades” frente a las “dictaduras progresistas”, no necesita ya de Trump. Ahora mutará -por ejemplo, ya lo ha hecho Fox, la televisión ultra que ha roto con el todavía presidente – en algo nuevo que será lo de siempre, buscando los caminos más eficientes para seguir horadando las libertades y los derechos humanos.

Este fenómeno se extiende más allá de las fronteras estadounidenses y está progresando, mucho, en Europa. Es verdad que la versión de un país no es exacta a la de otro. El Frente Nacional francés incluso abomina del idiota de la Casa Blanca, pero eso no quita que se trate en esencia del mismo ultraderechismo de libro, por muy a la francesa que sea. Alternativa por Alemania es neonazismo en una versión que nada parece tener que ver con los de Marine Le Pen y no obstante son como dos gotas de agua. Y el Tea Party y las ligas supremacistas regionales -o estatales, allí – de los Estados Unidos no concuerdan con ninguno de los europeos citados, pero son iguales. Lo mismo ocurre con nuestros neofranquistas de Vox. Como tampoco ninguno de ellos se diferencia de sus victoriosos colegas de Hungría y Polonia, amén de los otros por el estilo que hay en numerosos países. Todos forman parte de ese movimiento neofascista que por muy disimulado que esté en cada caso bajo ropajes de pretensión ideológica diferente -que en verdad son apenas de matiz -, está hermanado en su odio a las libertades -a las que cita de forma bastarda como objeto de defensa y reivindicación- y por su objetivo de ir acabando con los derechos humanos -con especial predilección para con los de los inmigrados - y las democracias occidentales.

Ese movimiento usa con fruición las redes sociales a través de las que propaga su bazofia. La cual converge con la basura que generan los centros a posta de Rusia y China. El objetivo común es aumentar aún más -de lo que sus gobernantes del estilo del ínclito Pedro Sánchez consiguen solitos - el descrédito de las democracias entre las respectivas ciudadanías. No, no es ninguna teoría de la conspiración. El mismo Parlamento Europeo así lo confirmó al respecto de Rusia el pasado marzo. Pero no hace falta que lo diga la Eurocámara. La semana pasada la agencia de noticias y televisión rusa oficial, Russia Today (RT), donde puede verse a diario y a las claras propaganda putinesca, bolivariana, castrista, justicialista y sobre todo, más tamizada, anti liberal, anti norteamericana y anti democrática, emitía un deleznable reportaje con el objetivo de denigrar a Joe Biden presentándolo poco menos que como un demente senil.

Todos estos emisores son los que, en grado diferente y con disimulo variado según el caso, difunden las teorías conspiranoicas como, entre otras, el fantasioso “robo” electoral a Trump. Que se generó en el seno del movimiento QAnon -una de cuyas cabezas visibles ha conseguido escaño por el Partido Republicano en la Cámara de Representantes -, nucleado en una página web en la que se vierten todo tipo de disparates y que alimentan todas las redes sociales internacionales ultraderechistas, amén de las televisiones de ese ámbito ideológico. Verbigracia: en España la televisión de Vox, Toro TV.

A esta red de intereses internacionales de ultraderecha amén de anti occidentales se refiere el Gobierno español cuando dice que va a perseguir los bulos que atentan contra la democracia. Sin embargo, eso es tanto como pegarse un tiro en el pie. O mejor dicho, pegárselo a la democracia. Si se la quiere defender de veras no se hace a través de una iniciativa que la horada, como la de Sánchez. Quienes tienen que perseguir a los creadores de bulos y mentiras organizadas -separándolas de lo que es ejercicio de la libertad de expresión - son los fiscales y los jueces. Y los legisladores deben aprobar leyes modernas que canalice ese trabajo judicial. Pedro Sánchez no lo hace así. Si nos salva a centenares de miles del virus, según dice, gracias a su maravillosa gestión de la pandemia -reconocida por todo el mundo, tal y como queda claro cuando se consulta la prensa internacional, que alucina con su incompetencia – cómo no va a salvarnos del neofascismo internáutico. Lo hará a su manera, que, como en tantas otras cosas, supone una torpeza de tal magnitud que en realidad lo que está haciendo es lo contrario de lo que dice pretender. Así lo único que hace es alimentar el victimismo ultra. Y nada hay en política más efectivo que el victimismo para convertir una opción minoritaria en un brioso movimiento a la contra del poder establecido.