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Este próximo jueves, el Congreso aprobará la Ley de Memoria Democrática, un texto que pretende completar la vigente Ley de Memoria Histórica, de 2007. El nuevo texto, promovido por el Gobierno, llega acompañado por la polémica y la falta de consenso, en esta ocasión con el rechazo de los partidos de la derecha –el PP ha anunciado su derogación–, las víctimas del franquismo y de algunos destacados políticos de la Transición, como es el caso del expresidente Felipe González. El apoyo de Bildu, que ha introducido algunas enmiendas para ampliar el ámbito de aplicación hasta 1983, es uno de los aspectos que más crispación genera de esta iniciativa ya que abre la puerta a investigaciones sobre asuntos tan espinosos como los GAL.

División social.

Todas las acciones legislativas encaminadas a resolver las cuestiones pendientes de la Guerra Civil y el franquismo, a las que se añaden ahora los años de la Transición, generan una enorme polémica social y política entre los que consideran que las deudas del pasado quedaron resueltas con el fin de la Dictadura y el tránsito a la democracia y aquellos que exigen revisar responsabilidades por lo ocurrido en aquellos años. Optar por tapar los acontecimientos del pasado, graves y dolorosos en muchos casos, no ayuda a cerrar las heridas; un proceso que otros países han resuelto con mucha más antelación que España.

Un tema pendiente.

España debe afrontar su pasado con generosidad, desde la concordia, asumiendo errores imperdonables –el retraso en la identificación de las víctimas enterradas en las fosas comunes es uno de ellos– y ofrecer una mirada que concluya de una vez por todas con polémicas estériles que algunos tratan de avivar con intenciones poco claras. La futura ley no parece que, de momento, vaya a ser la herramienta adecuada para conseguirlo; un error que tendría que haberse evitado.