Pere y Gabi Ignasi posan en su jardín, una galería al aire libre.

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Al salir de clase, de camino a casa, Pere Ignasi (Sa Pobla, 1949) se detenía en el ventanal de la antigua fábrica de vidrio soplado de Campanet, Menestralia, donde observaba maravillado el baile de bolas de cristal candente que iban de un lugar a otro. «¡Parecía un ballet! Era alucinante», recuerda Pere. De esta cándida fascinación infantil hizo su oficio. Tras iniciarse en Menestralia, trabajó en Vidriera d’Art en Consell pero, siempre en busca de la libertad creativa y huyendo del trabajo en serie, Pere abrió su primer horno en 1979, en s’Hostalot, «ya podía decidir a qué temperatura trabajar. Fuego, el elemento transformador». Y su hijo Gabi (1976), criado entre llamas y frágiles esculturas de vidrio, ha seguido sus pasos.

Padre e hijo han desarrollado sus carreras artísticas por separado, pero nunca han dejado de desarrollar proyectos conjuntos; ahora, desde hace un lustro, trabajan mano a mano en su taller y galería, en Consell. Los artistas abren sus puertas al público cada domingo, aprovechando el trajín del popular mercadillo del pueblo. «El vidrio es un material adictivo: si lo dominas, te engancha. Hay una cantidad de técnicas impresionante. Aquí trabajamos el vidrio soplado y modelado, pero no de forma tradicional. Combinamos técnicas y exploramos sus posibilidades», afirma Gabi. Los artistas explican que cada técnica requiere de su propia infraestructura; para piezas de gran tamaño, vitrofusión o vitrales de cemento, visitan hornos amigos en el País Vasco, Andalucía o Valencia.

El control de la gravedad y la temperatura, la velocidad y precisión en la ejecución, son clave para obtener una buena pieza. El vidrio alcanza su punto de fusión entre 1.000 y 1.200 grados; entonces lo extraen del horno con una caña, que giran sin parar. Y a los 700 grados se solidifica. Ese es el margen de maniobra. «Se puede volver a meter la pieza en el horno y recuperar temperatura. Pero si te pasas pierdes las formas trabajadas. Se juega con eso», explica Gabi, a lo que su padre añade: «Siempre comparo el vidrio con la acuarela, se ejecuta con gestos rápidos e intuitivos. Si no sale, lo descartas y vuelves a empezar». Pero intuición no es improvisación. Antes de comenzar a trabajar existe una fase de planificación y diseño.

Asimismo, destacan la importancia del trabajo en equipo: se multiplican las posibilidades. «Puedes hacer cosas más complicadas. Es como una danza coreografiada: un fallo empaña el resultado final. Mi padre siempre ha sido un virtuoso a nivel técnico, también tiene una gran imaginación», afirma Gabi, y su padre puntualiza: «Hay días en los que uno está mejor que el otro. Es una cuestión de hacer equipo, de dar y recibir». La inspiración llega de cualquier lugar: naturaleza, culturas antiguas o artistas contemporáneos. En la galería se pueden encontrar vasijas, lámparas, formas sugerentes o rostros modelados en cristal. Pero es en su jardín donde el visitante queda embrujado. «El vidrio siempre ha estado dentro de las casas, en mesas, lámparas... Queríamos sacar el cristal al exterior. No deja de ser arriesgado, pero hemos depurado la técnica», dice Gabi.

Entre las piezas, que conjugan el acero inoxidable y el vidrio de ventana y botella, las grandes esculturas móviles reclaman protagonismo. Estas voluminosas estructuras se inspiran en la obra de Alexander Calder, un precursor del arte cinético, y están ideadas para ornar vergeles o patios interiores. Conectadas por un fino alambre o pendidas de un hilo, las esferas varían su composición en un constante baile con el viento. El peso y el equilibrio son las fuerzas a controlar, y también es necesario crear una buena cantidad de piezas de repuesto, de diferente tamaño, para jugar con la distribución de los pesos. «Cada día, cuando me marcho del taller, vuelvo la vista atrás y veo todo lo que hemos hecho, me embarga una satisfacción increíble», concluye Gabi.