Antonio Ramos , en su casa. | Jaume Morey

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Haz realidad tu sueño. Conquista los cielos. Vive una experiencia que reta los sentidos... Son solo algunas de las frases que acompañan la práctica del salto libre en paracaídas. Los indecisos, aquellos a quienes el cuerpo les dice sí y la cabeza no, las repiten como un mantra a la espera de reunir los arrestos suficientes para dar el paso. Bueno, más bien el salto. A Antonio Ramos, en cambio, no le hacen falta frases motivadoras para lanzarse al vacío.

Mira al techo y se rasca la nuca cuando le pregunto por su ‘primera vez’. ¿Qué pensó cuando se abrió la escotilla y se encendió la luz verde? «Fue en los ochenta, cuando estaba en el Ejército. La verdad es que nadie tuvo que empujarme», tira de ironía este hombretón de voz ronca y porte fornido e intimidador. Pura fachada. De trato afable, Antonio es un interlocutor atento y risueño. A sus sesenta años atesora anécdotas como para escribir un libro. Tras dejar el Ejército, cambió su reivindicativo barrio de Vallecas por Sa Roqueta, donde lleva años desempeñándose como agente de seguridad. No pudo, en cambio, dejar atrás su idilio con las alturas. «Es algo que te atrapa, no puedes dejarlo». Le frustra no poder practicar salto en la Isla, «el cielo está restringido por el intenso tráfico aéreo, es una pena…», se lamenta. Por eso de tanto en cuando se escapa junto a su amigo Luis Rosillo –otro mallorquín de adopción– a Madrid, Castellón o Sevilla, para dar rienda suelta a su anhelo de «libertad y descarga de adrenalina».

Audaz

Esta audaz práctica, que engloba a más aficionados de los que imaginamos, acoge a espíritus inquietos que buscan una experiencia límite, con edades entre los 25 y los 49 años. Aunque también hay veteranos incombustibles como Antonio que, obsesivos como un dolor de muelas, tienen claro que «seguiré saltando hasta que el cuerpo aguante», ignorando los consejos de su mujer, quien «ya está un poco cansada de tanto salto», desliza entre risas.

Pese a ser una actividad controlada, este tipo de experiencias siempre conllevan cierto riesgo. «Hay que saltar de día, con el cielo despejado, buena visibilidad y poco viento», aconseja. De lo contrario te expones a un buen susto, «recuerdo que estando en el Ejército salté un par de veces de noche y con lluvia, y no se lo recomiendo a nadie», afirma mientras sacude la cabeza en señal de desaprobación. ¿Alguna vez pensó ‘esta no la cuento’?. «Pues unas cuantas, una vez, también en el Ejército, no se me abrió el paracaídas y tuve que accionar el de emergencia». Acto seguido matiza que los saltos en las Fuerzas Armadas son más peligrosos ya que «son a menor altura y el paracaídas se abre de forma automática, mientras que el salto libre se realiza a mayor altura, tienes más tiempo para controlar la situación y tú decides cuando llega el momento de abrir el paracaídas».

Pero, ¿hay que rascarse mucho el bolsillo para vivir esta experiencia? Antonio aclara que no se trata de un hobby caro, siempre y cuando se tenga el título. En este caso, «un salto ronda los 30-50 euros con el alquiler del equipo incluido». Si se carece del título la cosa asciende sensiblemente, hasta los 300 euros según nuestro experto. Este sobrecoste se debe a que «un monitor saltará en tándem con nosotros para velar por nuestra seguridad». Estos, digamos, saltos ‘neófitos’, son un codiciado regalo de cumpleaños para sorprender a un familiar, amigo o simplemente un auto-regalo para quienes anhelen vivir una experiencia transformadora.

A nuestro protagonista le gusta inmortalizar sus saltos, para ello es menester un casco especial con cámara. Asegura que un hombre de su talla y peso puede superar los 200 kilómetros por hora de velocidad en caída. Una experiencia no apta para timoratos. Se recomienda usar calzado deportivo, ropa no demasiado suelta y, si se tiene el cabello largo, hacerse una cola. Y ya estamos listos para subir a una avioneta que nos escupirá a los cuatro vientos desde más de cuatro mil metros de altura. ¿Se anima?