En la academia De Pablos, Lourdes Fernández ha aprendido nuevas técnicas, como la pintura acrílica o la acuarela.

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Afrontar el tránsito de una intensa vida laboral a una situación de ocio prolongado puede suponer un reto. La jubilación puede observarse desde diferentes perspectivas, según la situación de cada individuo: como un abismo o como una ventana a infinitas posibilidades. Las academias de dibujo y pintura se alzan como una gran opción para aquellos que desean desarrollar    sus habilidades artísticas. «La pintura ocupa buena parte de mis días; aunque tenga otras cosas, mi mente está en el cuadro que estoy pintando. Me llena por completo. Es una ilusión, una razón más para vivir», afirma Manuel Gómez que, desde hace cuatro años, asiste al estudio Arkadia, en el barrio de Cas Capiscol, dirigido por el maestro Juan M. Pastor. «Mi objetivo es transmitir la pasión por la pintura y fomentar el estilo propio y la creatividad».

«Es una forma de salir de casa y desconectar. El ambiente es artístico, hablamos de arte y el maestro nos guía, ayuda mucho. Además cada uno pinta a su modo, aprendemos mucho unos de otros», explica Manuela Hortas, que valora la costumbre que tienen en el grupo de acabar las sesiones con una buena merienda. «Dibujé hasta que pude entrar en las discotecas. Le recomiendo las clases de pintura al que piensa que no es capaz por no haberlo hecho nunca. Ver cómo progresas es muy satisfactorio», expresa Vicens Ribas, de 72 años, que pinta en la academia De Pablos, en el barrio de Son Dameto, desde hace casi dos años. Allí se juntan personas de todas las edades y con diferentes inquietudes, pues también imparten clases de arte y escultura digital. Lourdes Fernández, de 65 años, otra pupila de Rafael de Pablos, destaca la socialización: «Venir a pintar forma parte de mi rutina; ya lo hacía en casa, pero necesitaba algo de escuela para aprender otras técnicas y estar en contacto con otras personas. Alguna vez hacemos salidas para pintar por Palma. Es algo que no haría sola». De Pablos afirma que su misión es ampliar la mirada de sus alumnos, «el arte no cambia el mundo, pero puede cambiar la vida de una persona».

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Finalizada su vida laboral, Aina Alzamora aprovechó el tiempo para estudiar francés: «Iba    bien para trabajar la memoria pero, cuando acabé, quería hacer algo más ilusionante, creativo. La pintura me aporta felicidad, la sensación de que nunca es tarde, que no hay excusas para aprender cosas nuevas, y también una oportunidad para relacionarme con la gente joven, algo positivo para los mayores», explica Aina, que asiste a la academia d’Art, ubicada en el barrio de Foners y dirigida por la joven Marta Ruiz, que la considera «un espacio para compartir cultura y transmitir técnicas y conocimientos».