Ángel Cortés, empresario palmesano, nos recuerda ‘in situ’ aquel periodo de su vida. | Click

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La que fuera batería de costa, y cárcel militar, sigue en pie. Está en la zona de Illetes, aunque desde la carretera no se ve. Pero sigue ahí, casi engullida por el bosque que la rodea.

Días atrás, nuestra buena amiga Heidi Stadler, a quien le encanta la naturaleza, de ahí que acostumbre a dar largos paseos, llegó en uno de ellos hasta ese lugar, al que hizo unas fotos que nos envió. Un lugar que sigue tal como era, aunque deshabitado, con sus dependencias, externa e internamente, grafiteadas, muy avejentadas y algunas semidestruidas, con hierbas bajas, menos bajas, altas y muy altas por doquier, con restos de una de las piezas de artillería que apuntaban hacia el mar no muy lejos de donde está la ruina de lo que fue el cuerpo de guardia, con tres caserones alineados, unos abiertos de par en par y otro cerrado bajo llave… Y es que el paso del tiempo deja su huella, más profunda siempre que no sepas, puedas o quieras maquillarla, cosa que ahí no se da, pues todo está tal y como quedó en el año 97 del siglo pasado, que fue cuando dejó de pertenecer al Ejército pasando a ser propiedad privada. Incluso no ha sido mejorado su aspecto a pasar de que en 2003 fue declarado Bien de Interés Cultural, sino todo lo contrario: ha empeorado. Sin embargo, ahí sigue, de pie, y de vez en cuando visitado por curiosos, muchos de los cuales flipan al llegar hasta allí, pues pocos se imaginan encontrarse con lo que se encuentran: un fortín, incluso con foso, también inundado por la maleza, que se salva por un único paso que da a la pequeña y estrecha puerta por la que se accede al interior.

«Así fortalecíamos el carácter»

En una ocasión nos contaron que alguien quería convertirlo en un hotel, como hicieron con su primo Cap Enderrocat, pero cuestiones urbanísticas lo impidieron, y ha sido una lástima, pues hubiera sido un hotel de lujo que no hubiera atentado contra la naturaleza, pues ya forma parte de ella, y encima no permite que sea visto desde el exterior. Vamos, un hotel… como si no existiera.

Posiblemente, uno de los últimos capítulos de este fortín-batería de costa-prisión militar (en donde, se dice, hubo hasta fusilamientos), fue que en 1992 estuvieron encarcelados durante ocho semanas siete miembros de las COE, o Compañía de Operaciones Especiales. O Boinas Verdes, si lo prefieren. Todo porque los veteranos de la compañía, que estaba según se entra a la base General Asensio –hoy Jaume II– a la izquierda, propinaban puñetazos a los recién llegados, pues consideraban que era una forma de fortalecerlos más dentro de la vida militar tan rígida que habían elegido. Este suceso lo recordarán los cincuentones en adelante, ya que se publicó en todos los medios.

Pues bien. Dimos con uno de los siete Boinas Verdes presos, casi 30 años después. Y fue por casualidad. Porque estábamos con Ángel Cortés, restaurador y pastelero, y le comentamos que habíamos recibido de nuestra amiga Heidi Stadler esas fotos y… «¡Anda….! Pues si ahí estuve yo –dijo–. Y además, preso. Porque, ¿sabes?, yo fui uno de los siete de los de Operaciones Especiales que nos pasamos allí casi dos meses».

«El trato que recibimos, bueno»

Tras salir de nuestro asombro por esa casualidad, le propusimos que nos terminara de contar la historia, pero allí, en Illetes. Y hacia allí nos fuimos.

«Pues sí, aquí me pasé dos meses –dijo, desde la puerta de la fortaleza, mirando a su alrededor, como queriendo ver que todo seguía igual–. Vinimos de Comandancia Militar, en Land Rover, esposados, y nos metieron en una dependencia, la tercera que hay, entrando, a la izquierda, cerca de donde estaba uno de los cañones. Una vez dentro, nos quitaron las esposas y nos dejaron encerrados. De aquel lugar solo salíamos para comer, cenar y desayunar, cosa que hacíamos en un comedor, que estaba bajando una cuesta, que queda a la derecha según entras en el fortín, tras dar un corto paseo. El trato que recibimos fue bueno. Los soldados de aquí nos comentaron que al principio estaban un poco acojonadillos con nosotros, pero luego vieron que no, que éramos gente normal».

Era una norma no escrita

«¿Normal? Porque lo cierto es que golpeabais a los novatos», le puntualizamos. «Sí, pero eso venía a ser como una norma no escrita. ¡Anda que no me dieron a mi puñetazos a poco de llegar! Pero es que te los daban hasta los que tenían galones. Y no era pegar por pegar, ni por divertirse, que se divertían, sino que, sobre todo, pegaban para endurecer tu carácter. ¿Sabes...? Éramos soldados especiales, que de cada mes nos pasábamos la mitad viviendo en el campo, o mejor, sobreviviendo, y a diferencia de los demás, a todas partes íbamos formados, pero corriendo. Ya digo, nada que ver con los otros. Y, pues para hacernos más fuertes, a veces, entre risas, como si se tratara de un juego, nos pegaban, y también nos obligaban a pegarnos manguerazos con agua fría en pleno invierno, quedando completamente empapados. ¿Te imaginas lo que era eso, en pleno diciembre, enero y febrero...? Calados hasta los huesos. ¡Y no podíamos decir nada, eh...!, sino que teníamos que aguantar… Pero en una ocasión en la que éramos otros seis y yo los que dábamos los golpes y manguerazos, los golpeados nos denunciaron a la policía militar, y ésta vino a por nosotros, llevándonos a Comandancia Militar, donde, tras decirnos que íbamos a consejo de guerra, no esposaron y nos enviaron a Illetes como presos preventivos, en espera… Pues ese consejo de guerra nunca se celebró. Estuvimos allí ocho semanas, sin hacer nada, esperando... Y un día nos soltaron y al poco tiempo me licencié».