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La peor cara del coronavirus la tenemos más que aprendida. El incesante goteo de casos de infectados, de víctimas mortales en toda España y en todo el mundo, y una oleada de contagios que a duras penas logramos contener con un confinamiento más o menos estricto de la población. No es cierto que no hay mal que por bien no venga, del COVID-19 podemos extraer pocas experiencias positivas, pues el coste en vidas es ya demasiadas elevado.

Sin embargo el cambio radical de la situación y nuestros propios hábitos de vida, los cambios cotidianos a los que nos hemos visto obligados por esta causa mayor, sí han producido efectos benéficos. Veamos. Para empezar se ha reducido notablemente el tráfico por carretera en todas partes, algo que se nota especialmente en las grandes capitales. Más coches de los habituales están quedando aparcados, con el consiguiente beneficio en la calidad del aire que respiramos.

De hecho, algunas fuentes oficiales y ecologistas cifran en la mitad la contaminación atmosférica registrada durante los primeros días de confinamiento, en grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia.

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Otro efecto llamativo que se está produciendo ante nuestros ojos también es consecuencia directa del parón en la actividad habitual de las sociedades consumistas modernas. Que la maquinaria esté en marcha, a pleno rendimiento, provoca elevados niveles de contaminación que inciden negativamente en nuestro entorno y los seres vivos que lo habitan.

Así por ejemplo, en Venecia, donde las autoridades italianas tomaron medidas restrictivas mucho antes que lo hicieran las autoridades españolas, la calidad del agua de los canales es inusitada. Se puede ver el fondo del cauce y a las especies marinas que lo habitan como hacía muchas décadas que no sucedía. Incluso algún delfín ha visitado la costa, atraído por la nueva situación en los puertos.

La consecuencia es clara: cuando la maquinaria depredadora del hombre moderno se ve forzada a detenerse, la naturaleza se regenera y se abre paso.