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Y de pronto, como emergidas de la nada, aparecen de detrás de la maleza que flanquea la playa. Tumbado sobre la arena, el bañista recién llegado -los manacorins están habituados- se frota los ojos y su primera reacción es pensar que ha tomado demasiado el sol. Las cinco manchas negras se acercan sigilosas hacia la orilla del mar y la calma que hasta aquel momento ha presidido la jornada desaparece y es sustituida por la evidencia: son vacas, las vacas de Cala Varques.

Se arma el revuelo. La gente abandona el letargo y se levanta para alejarse de las bestias, otros ni las miran y alguno aprovecha para sacar fotografías. Todo en medio de risas, todos se ríen excepto aquellos que son víctimas de la curiosidad de las vacas que embisten a las bolsas llenas de comida o aprovechan para hacer sus necesidades biológicas sobre las toallas que, lógicamente, no volverán a pasar por el aeropuerto de regreso a casa. Tras el desconcierto y después de su particular saludo a los bañistas todo queda en una anécdota, tal vez la anécdota que más recordarán cuando los turistas lleguen a su país de origen. Las vacas se marchan hacia casa o permanecen un rato tumbadas en la arena.

Detrás de estas visitas que se producen a cualquier hora del día se esconden una serie de suspicacias y anécdotas que tienen como protagonista al propietario del camino por el que se accede a Cala Varques, el mismo que hace años colocó el aviso para visitantes: «El dueño rompe coches». En Manacor se comenta que es el dueño quien suelta las vacas de forma intencionada para espantar y escarmentar a los bañistas. Otros piensan, por el contrario, que las vacas también tienen calor.