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La carretera de Costa de los Pinos conduce a ninguna parte. En el tramo final aparece un mirador colgado sobre un acantilado. Al volver sobre los pasos, el paseante divisará de nuevo la enorme verja metálica pintada de blanco que rompe con la armonía del resto de construcciones. Sobre el asfalto ardiente, sentado en un taburete y debajo de una sombrilla, observará un guarda jurado que vigila la nada día y noche, y así durante el largo verano. ¿Quién puede vivir en el interior de aquella especie de fortaleza? Sólo alguien que se siente amenazado pero que, a la vez, hace ostentación de poder. Algo contradictorio, si no fuera la casa de Pedro J. Ramírez, el periodista que destruyó el «felipismo» pero que cayó en la trampa infame de un vídeo de contenido sexual; el mismo que entronizó al ultramontano Aznar y, sin embargo, pedía en el libro de estilo de su periódico la «convocatoria de referéndums de autodeterminación en todas y cada una de las comunidades del Estado español»; el mismo que entrevistó a la cúpula etarra en Francia, y dice que lo volvería a hacer, pero que se siente mortalmente amenazado por ETA; la casa, en fin, invisible por fuera, pero que todo el mundo puede conocer de la mano de Àgatha Ruiz de la Prada en las revistas del papel couché.

A pocos pasos de la muralla blanca hay un camino público que conduce hasta el mar. Parece que algún vecino lleva años intentando que nadie pueda pasar por allí, porque hay ramas y palmas secas esparcidas por los peldaños sobre los cuales, incluso, se levantan pinos fornidos. Los últimos alcaldes de Son Servera se habrán sumado a la iniciativa, porque las brigadas de limpieza no se acercan al lugar. Al final del camino se abre el mar, que azota con suavidad una pequeña cala donde toman el sol algunos pocos vecinos.

Tal cual fuera la proa de un buque, a la derecha se levanta un muro en piedra viva que rompe las olas. La costa ha sido arrasada pero decorosamente encimentada. En lo alto se aprecian unas barandillas blancas detrás de las cuales está la piscina pública de la familia Ramírez. La terraza-solarium es amplia, con grandes pinos y césped detrás. Poco más se puede ver. Hay que trepar por unas rocas si se quiere pasar. Da igual: en lo alto, un guarda impedirá el paso. «Cuidado que voy armado», le dijo uno a la fotógrafa Teresa Ayuga cuando ésta se disponía a captar el espacio. «Espero que no me pegues un tiro», respondió ella bromeando.

Tiene gracia: la piscina y el solarium fueron legalizados por el ministro Jaume Matas en 2001 con carácter «general, público y gratuito», algo que habría que agradecer a quien hoy es presidente del Govern balear. La orden ministerial exige un vial de acceso a las instalaciones, pero no existe. Por no haber, tampoco hay socorristas, ni el chiringuito con el que se supone debe sufragarse la explotación. De hecho, el conjunto aparece cerrado al exterior, integrado en la propiedad privada, algo imposible, se mire como se mire. Pero así de contradictoria es a veces la realidad.

Hay quién se pregunta cómo es posible que se consienta semejante situación. Sin duda, porque la administración no aplica la ley. La concesión de la piscina pública de los Ramírez no ha sido anunciada por el BOE, un trámite de obligado cumplimiento. Se habría visto entonces que Pedro J. Ramírez ni su familia tienen derecho sobre el dominio de la instalación, porque no está a su nombre, sino al del antiguo propietario de su casa. Y ya se sabe que las concesiones no se pueden transmitir inter vivos. Se trata sólo de una contradicción más de las muchas que advierten aquellos que conocen los intríngulis del derecho administrativo.

Al volver sobre sus pasos, es posible que el paseante se cruce con una patrulla de la Guardia Civil. Es la tónica de las últimas semanas, esa presencia policial extraña y permanente en un lugar creado para que en agosto nunca pase nada, y mucho menos en las proximidades de la casa de los Ramírez.