El «caso Pinochet», cerrado ayer tras el regreso del ex dictador a
Chile, ha cambiado para siempre el Derecho Internacional y, al
mismo tiempo, ha dejado una huella imborrable en el sistema
judicial británico.
O, como afirmó ayer en la Cámara de los Comunes el ministro del
Interior británico, Jack Straw, tras ordenar la puesta en libertad
del general, el caso «ha establecido, más allá de cualquier duda,
el principio de que los violadores de los derechos humanos en un
país ya no pueden asumir que estarán a salvo en otro».
«Este será el legado eterno de este caso» enrevesado y sin
precedentes que comenzó con la detención del general en Londres el
16 de octubre de 1998.
El gran hito en el proceso se produjo el 24 de marzo de 1999,
cuando un comité judicial de la Cámara de los Lores estableció por
mayoría de seis a uno que los antiguos jefes de Estado no pueden
alegar inmunidad por los delitos perpetrados mientras se
encontraban en el poder. Esta sentencia, que contará como
precedente en posibles casos similares en otros países del mundo,
representa un giro en los principios del Derecho Internacional, que
han cambiado gradualmente de la no injerencia en los asuntos
internos a la primacía de los derechos humanos por encima de las
fronteras nacionales. El caso era especialmente difícil por cuanto
carecía de antecedentes, como reconoció Straw al recordar en los
Comunes que «tanto los tribunales como yo hemos tenido que navegar
por territorio inexplorado».
El caso se centró en la cuestión de si Pinochet tenía inmunidad
como antiguo jefe de Estado ante una serie de violaciones de los
derechos humanos perpetrados durante su dictadura (1973-1990).
Finalmente, los lores decidieron que el general no gozaba de
inmunidad y podía ser procesado, pero sólo por los delitos
perpetrados después del 8 de diciembre de 1988, fecha en la que la
Convención Internacional contra la Tortura se convirtió en
vinculante para Chile, España y el Reino Unido.
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