Mónica Moreno y Carolina Parejo, pacientes con síndromes comprensivos vasculares.

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Carolina Parejo y Mónica Moreno se conocieron el verano pasado en una asociación de dolor pélvico crónico, por aquel entonces «yo no tenía ni idea de que existían los síndromes compresivos vasculares», advierte la primera. Ni ella, ni el grueso de la población que desconoce esta serie de enfermedades poco frecuentes que se caracterizan por el atrapamiento de los vasos sanguíneos (de una arteria o vena), en un espacio minúsculo del cuerpo.

Sin embargo han aprendido a base de dolor. Carol tenía 19 años en 2020. Estudiaba música, era actriz, violinista, cantante… y un día «tuve un dolor fulminante que me dejó tendida en el suelo». Se trata de un mal agudo que se presenta sin avisar, en forma de episodios, y lo hace a diario ente tres y seis veces. «Es dolor pélvico. Hay gente que lo describe como una migraña, para mí es una cuchillada, intensa, aguda, abrupta», dice. Desde entonces da tumbos entre los servicios de Ginecología o Digestivos de las clínicas privadas. Tiene un archivador en el que acumula los resultados de las pruebas.

Ahora, con 22 años, lleva a cuestas una bolsa con fentanilo o morfina, entre otros muchos medicamentos para el dolor y va en silla de ruedas porque desconfía de cuándo llegará la próxima embestida. Al padecer varias enfermedades raras, no dispone de un tratamiento efectivo. La han intervenido y lleva stents que deben servir para dejar pasar la sangre por sus venas, sin embargo, con esta situación «me siento desamparada, abandonada, incomprendida, marginada… Pero lo peor es estar gritando en la cama y ver a mi madre sin saber qué hacer». Carol explica que su familia podría estar gastándose unos dos mil euros al mes en tratamientos que intentan paliar el dolor físico y el estado psíquico.

El de Mónica es un caso similar aunque su dolor no es punzante, sino crónico, «24/7», lo describe ella. Lleva doce años acompañándole. Camina lenta y lleva una bolsa con dos cojines para poder sentarse. Apenas pesa 45 kilos porque «a mí me da miedo comer», explica. Ha tardado años en responderse la siguiente pregunta: ¿Por qué tengo hambre, como, y me duele? Tiene náuseas, mareos… «Es uno de los síntomas de mi enfermedad pero me han hecho miles de pruebas digestivas y no sale nada», explica.

A Mónica la diagnosticaron síndromes compresivos vasculares en una consulta fuera de la isla. Asegura que su aliado en esta historia ha sido Internet, fue allí donde encontró las respuestas que el sistema sanitario público no le estaba dando. Y es entonces cuando ambas pacientes desvelan el por qué de contar su historia. «Nuestro objetivo es pedir, desde la construcción y no desde el enfado, que se invierta más dinero en la investigación de estas enfermedades raras y que se incluyan en la seguridad social». Conocen a otras doce personas en su misma situación en Mallorca pero temen que sean muchas más las que sufren sin diagnosticar.

Ambas relatan encuentros desagradables en una sanidad pública que, por desconocimiento se ha negado a tratarlas o las ha derivado de un especialista otro. Su dolor es invisible pero existe, le reclaman al sistema.