La Plaça Major fue de nuevo uno punto multitudinario en la Revetla. | Pilar Pellicer

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Un aroma impregnó Palma en la Revetla. Un dulce olor que había sido esquivo últimamente en estas fechas. Nada más poner un pie en la calle, uno se dejaba guiar por este atractivo y suculento canto de sirena en forma de fragancia que conducía hacia el centro, el Casc Antic, de donde emanaba para juntarse a otros sentidos como el gusto y el oído. Se trata, como no, del olor a torrades de Sant Sebastià.

Nacido desde lo más profundo des fogueró, sus partículas viajaron por toda Ciutat para contemplar y seducir a aquel con ganas de fiesta, música y comunión. Todo lo que, de una manera u otra, ha faltado. Por ello, la Revetla fue una sinfonía no solo de músicas diversas, sino de risas, cánticos y selfies. Alegría.

La gente se animó a salir a la calle y, de nuevo, montar el infierno callejero que es Sant Sebastià y es difícil no escuchar un eco que atraviesa los siglos. El santo visitó Palma (bueno, parte de él, en realidad) en 1523 para detener, según cuenta la leyenda, una epidemia de peste que asolaba la ciudad. Fue tal la proeza que aquellas buenas gentes del momento le convirtieron en su patrón y fue tal su importancia que ahora, 500 años después, su nombre sigue ondeando en las plazas.

Y es que la cifra no puede ser más redonda. Medio millar de años han pasado, sí, pero algunas cosas no parecen cambiar tanto ya que si entonces fue la peste, ahora ha sido el coronavirus. Suena lejano, sí, pero los dos últimos años, sin ir más lejos, Palma estuvo apagada. No hubo infierno en sus calles ni olía a nada en estas fechas. Es por esta razón que la Revetla de 2023 tiene algo de milagroso, de despedida, de final y de comienzo. Un eterno retorno al más puro estilo nietzscheano para quien, por cierto, solo le parecía de fiar un dios bailongo.

Y al igual que hace 500 años, Palma deja tiempos oscuros atrás y lo hace de la mejor manera: ardiendo y bailando. Un ardor puro y purificador, como el de Heráclito, que es sinónimo de un fuego interno, ganas de vida y celebración, de creación original y vitalista que solo pueden tener unas gentes que año tras año, invierno tras invierno, salen a torrar y festejar bajo la lluvia, el frío y el gélido viento de enero.

Y unos bailes que, como aquellas danzas de la muerte, ahuyentan los malos espíritus en forma de virus que nos han acompañado y les dicen adiós sacudiéndoselos al ritmo de los conciertos variados.
Y Sant Sebastià estuvo presente. No en forma de espíritu, claro, ni tan siquiera si tenemos en cuenta el relicario de la Seu. Estuvo presente porque Palma lo lleva dentro. Es ese fuego interno que no ha dejado de arder desde hace más de 500 años, a pesar de todo. A pesar del frío, la nieve, la lluvia o las mascarillas. Solo se necesita que prenda una pequeña chispa, una diminuta llama, que el infierno de la Revetla hará el resto y el aroma a torrades volverá a volar por sus calles.