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«Mira la hora que es. ¡Vamos, vamos!». Ha salido el sol y Sixta Martín, de 82 años, apremia a su hija para que la saque a la calle. «Mi madre entiende que hay una pandemia, el bicho, le llamamos, y sabe que hay que ir con cuidado pero ella lo que quiere es salir y ver vida», cuenta de forma atropellada Chelo Vaquero, ya en la puerta de la Llar d’Ancians. Desde el pasado 14 de febrero, ya vacunados e inmunizados, los usuarios de las residencias de ancianos pueden volver a la calle tras casi un año encerrados en un edificio, un tiempo en que «han sufrido mucho, y nosotros también», dice Chelo.

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Chelo Vaquero y Sixta Martín salen a dar un paseo.

Llega el rayo de luz tras meses en tinieblas. «Al principio estábamos muy mal», recuerda Esperanza Oliver, coordinadora de la Llar. «Había mucho miedo, inseguridad... Por el aislamiento, las pérdidas de las relaciones sociales con la familia… Y porque no lo entendían y las informaciones tampoco eran claras», asegura.

Al inicio de la pandemia, a muchos de los internos les costó comprender por qué de un día para otro dejaron de recibir visitas; por qué ya no venían sus hijos, sus nietos... por qué de repente no se podían tocar, ni abrazar. «La salud mental está tocada, perdieron los vínculos sociales y emocionales que les permitía estar con los pies en la tierra y ahora les cuesta retomarlos. Ha sido mucho tiempo», añade Oliver.

Por suerte, las nuevas tecnologías se aliaron al fin con la tercera edad. La llegada de las videollamadas facilitó el retomar el contacto de las familias con los usuarios. Ganaron en tranquilidad pero fueron días, meses, muy duros y con consecuencias palpables. «Ha habido un empeoramiento del estado funcional y anímico de determinados residentes por haberlos alejado de su familia y de sus rutinas», reconoce Carlos Pagán, uno de los tres médicos del centro.

«No pasaba el tiempo. Hemos estado casi un año encerrados y se ha hecho muy largo», explica Josefa Jiménez, una de las usuarias. «Ha sido muy aburrido», reconocía a su lado, su amigo Alfonso Tárrega con un contundente: «He estado fatal. Privado de libertad y siempre dando vueltas por aquí. Pero dentro de todo esto hemos estado protegidos. No he tenido miedo», añade.

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Alfonso Tárrega y Josefa Jiménez se han hecho compañía.

En la puerta de este centro de General Riera se nota el trajín de entradas y salidas. Hace unas semanas, el Govern autorizó que se retomara en contacto con el exterior y no ha hecho falta más. Mercedes Guevara, usuaria de la Llar, sale a diario. Su compañero Jerónimo Jaume empuja su silla de ruedas. «Yo pillé la COVID», relata. «He estado un mes arriba, en mi habitación. Da miedo pero ya me han hecho todas las pruebas y estoy bien», concluye. «Ahora nos vamos por Palma», se despide él.

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Mercedes Guevara y Jerónimo Jaume.
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En una butaca de la puerta de entrada descansa Margarita Company. Tiene 94 años y es de Consell. «Estoy muy bien pero los años me traen cositas», comenta. Recuerda el encierro del pasado 2020 y aquellos 20 días en que no pudo salir ni de dentro de su habitación. «En mi pasillo hubo un contagio. Se lo llevaron pero al resto nos encerraron», explica. Para ella también ha sido aburrido porque «no había nada para pasar el rato». Aún así se siente afortunada. Habla dos veces al día con su hijo y ahora, recientemente, «me viene a buscar los sábados para ir a comer a su casa».

Hoy hace una semana que las residencias están libres de positivos, una situación que no sucedía desde verano pero en este caso, con el revulsivo de la vacuna que otorga más garantías a cada paso que dan.

El virus entró en la Llar d’Ancians el mes de septiembre y no quiso salir hasta pasadas las fiestas de Navidad. Por entonces Salut y el IMAS ya realizaban cribados frecuentes, gracias a los cuales llegaron a detectar hasta 46 casos entre usuarios y 55 entre trabajadores.

«Nuestro trabajo ha cambiado muchísimo en este año», explica la responsable de limpieza del centro, Antònia Mateu. «A veces hemos repasado hasta siete veces los ascensores cuando antes se hacían dos». La desinfección cobró un papel esencial en la pandemia y aunque el nivel ahora «no ha bajado», al menos trabajan «más relajadas».
«El confinamiento supuso cerrar puertas al exterior. Yo estuve de aquí a casa y de casa aquí», explica Miquel Verger, que trabaja en mantenimiento, una función esencial para un centro que necesitaba de la mayor autonomía posible.

Para los trabajadores tampoco ha sido fácil, el miedo a contagiarse del virus y poder transmitirlo entre los más vulnerables es constante, de ahí que estuvieran permanentemente en estado de alerta.

El 30 de diciembre, la primera dosis de la vacuna llegaba a la Llar y, aunque con recelo, desde entonces ha vuelto a entrar tímidamente la alegría en el centro. «Ahora que estamos mejor te tiran besos», sonríe Lola Cuesta, técnico de enfermería, quien todavía pide cautela. «El virus es agresivo... y mortal. Pensemos bien en lo que vamos a hacer».