Cribado en Ibiza. | DANIEL ESPINOSA

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La frase del titular, más o menos con esas palabras, es la respuesta de un científico a la pregunta de ¿cuándo nos podremos librar de la COVID-19? Nunca: está aquí y se quedará para siempre. Pero, acto seguido, añadió una serie de matices que permiten albergar aún cierto optimismo.

En primer lugar, es verdad que el virus no se irá nunca. Pero no seguirá siendo un problema como lo es hoy. Al menos no en los países y en las sociedades que tienen un sistema de salud más o menos presentable.

En segundo lugar, hay dos soluciones inmediatas para reducir su impacto. La más importante, la que va a durar años y años, son las vacunas. No necesariamente las que están comercializándose hoy. Las cinco vacunas que se están inoculando son las primeras que llegan para paliar este desastre, pero tras ellas hay decenas de proyectos, algunos de los cuales es probable que sean mucho más eficaces y sencillos, de manera que seguramente en dos o tres años nos estemos vacunando con productos mucho más seguros. La segunda solución, que va más lenta pero que también terminará por aparecer, son los remedios y tratamientos para la enfermedad. El virus, una vez que nos hemos contagiado, desata una enfermedad que va desde la ausencia de síntomas a la insuficiencia respiratoria grave que puede desembocar en la muerte. Desde marzo a hoy, la capacidad de respuesta ante esa enfermedad ha mejorado, pero se espera que en el futuro, en dos, tres, cuatro años, los tratamientos sean mucho mejores.

En tercer lugar, el escenario futuro será infinitamente más cómodo: el virus existirá, siempre podrá haber alguien que se contagie, pero esta posibilidad será remota porque una enorme mayoría de la población estará vacunada y, encima, el tratamiento de la enfermedad, si se llegara a desencadenar, será más eficaz. Pensemos que hoy hay incontables virus que producen enfermedades que conocemos, que están controlados y para los que nos vacunamos. Al final, nuestras vidas discurren prácticamente sin que, por ejemplo el sarampión, nos afecte.

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Sin embargo, hay una situación muy delicada que es la transición entre el momento actual y este horizonte de convivencia ‘normal’ con el virus. Es el periodo que va desde las primeras infecciones hasta ese día en el que la enorme mayoría de la población esté vacunada. Tal vez dos años. En algunos países, como Israel, este periodo puede que concluya a principios de marzo, dado que ya están vacunando a los menores de dieciocho años; en otros casos, especialmente en países pobres, este plazo puede extenderse algunos años. En este ránking España está peor que algunos países, pero mejor que la media de la Unión Europea, que sorprendentemente está atascada en esto de la vacunación. Si hacemos caso al presidente del Gobierno, será para las Navidades de 2021 cuando se acabe ese periodo.

O, mejor dicho, cuando pensamos que se podría acabar. Porque el virus muta. Y este es otro problema. Las mutaciones del virus podrían afectar a la capacidad de las vacunas. Definitivamente, la cepa británica entra dentro de las variantes ante las que la vacuna es eficaz, pero hay dudas, no confirmadas, sobre la variante sudafricana. En cualquier caso, incluso aunque la eficacia de la vacuna bajara por una mutación del virus, su capacidad para matar caería muchísimo en un vacunado y, por otro lado, las vacunas actuales pueden ser modificadas muy rápidamente para adaptarse a las nuevas mutaciones. Hoy, dada la expansión del virus, las mutaciones preocupan; en el futuro, esto será mucho menos relevante.

Una vez que la mayor parte de la población esté vacunada, los inoculados podrían ser portadores del virus, sin que la enfermedad se desarrolle. Por lo tanto, en este periodo de transición, los no vacunados no deben confiarse de los vacunados como si no estuvieran contagiados: podrían estarlo, trasmitirles la enfermedad y, sin embargo, ellos estar sanos.

Porque el horizonte es claro, porque no queda otra alternativa, en España y en Balears nos urge vacunar. Es lo único en lo que no deberíamos enredarnos más de la cuenta.

A mí, si el Govern se decidiera a comprar la vacuna fuera del circuito oficial, me parecería plausible. Nada nos obliga a someternos a un modelo que, evidentemente, no funciona o no lo hace como nos interesaría. Porque no jugamos con política sino con vidas humanas.