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La crisis del coronavirus es única: igual de desastrosa en Baleares que en Madrid, en España que en Francia, en Europa que en América; tan reveladora de nuestras carencias donde gobierna la derecha radical de Trump como la moderada de Merkel; donde gobierna la izquierda descerebrada argentina como la suave de Suecia; el nacionalismo francés como el catalán. El virus es un fantástico experimento que permite comprobar la incapacidad del poder político contemporáneo para tomar decisiones, influido por una sociedad histérica, apoltronada, impotente, hipercomunicada, que quiere que le resuelvan todos los problemas y que cree conocer todas las soluciones. El virus está poniendo luz en nuestras contradicciones como nunca antes había ocurrido. En este sentido sería una oportunidad para vernos ante el espejo, si no estuviéramos ciegos.

El virus demuestra por encima de todas las cosas la ausencia de gobernanza, como le llaman ahora: en el Occidente tradicional somos incapaces de seguir un proceso racional y eficaz de toma de decisiones y de aplicarlas con sentido común. Esta situación caótica es el resultado de la confluencia de varios fenómenos, hasta ahora desconocidos.

El primero, que en su momento anunciara premonitariamente Paul Virilio, es el exceso de información: nunca antes hemos tenido acceso a tantos datos en tan poco tiempo; hoy ya no tiene valor alguno conocer sino discernir, entender, priorizar. Y allí el fracaso colectivo, incluyendo a los científicos, es total. La información no nos llega decantada sino caliente, chorreando, cuando alguien acaba de parirla, aún sin haber sido leída. Y la procesamos babeantes, incapaces de contextualizarla.

En segundo lugar, yo diría que nunca antes hemos estado en manos tan mediocres. No me refiero a Baleares (que afortunadamente sí está dirigida por megacompetentes, dando una lección al mundo –por línea privada os paso el Iban de mi cuenta) sino a España y en buena medida a Europa. Tras décadas durante las cuales hemos ido seleccionando a los más simpáticos, a los más mediáticos, a los más atractivos, pero nunca a los más competentes, hoy hemos acabado con un mundo controlado por guapos insulsos. Observen cómo la media de edad de nuestros políticos ha bajado de los sesenta a los treinta y cinco, cuarenta años. Esto tenía que tener un precio.

No es menos importante el papel de la esfera pública, donde hoy tienen voz hasta para los dementes. A mí no me parece necesariamente negativo, pero carecemos de mecanismos de decantación para separar el contenido digno del que debería ir directamente a la papelera.

El cuarto factor es dramático: el convencimiento general, normalmente no explícito, de que el estado nos va a resolver todos los problemas, precisamente en un momento en el que el estado está huérfano de capacidades, a merced de la opinión pública y de lo políticamente correcto. Verbigracia: en un lugar tan pequeño como Manacor, nos dicen que tienen que ser los policías quienes se encarguen de vigilar las entradas y salidas, como si la propia sociedad no pudiera aplicarse las medidas, si es que creyera en ellas. O en algo.

Al menos en España, y particularmente en Baleares, a pesar de que con nuestros impuestos pagamos una costosísima maquinaria funcionarial, simplemente no tenemos servicios públicos. Hemos de conformarnos con que hagan lo que siempre han hecho, y de aquella manera. Pero pedirles que se salgan del guión es un sueño. Son máquinas oxidadas, rutinizadas, abúlicas. Por eso, ni siquiera hemos sido capaces de comprar en China el material médico que necesitábamos; hemos estado meses y meses antes de saber qué hacer con las mascarillas, y aún hoy seguimos sin tener procedimientos para proteger a los ancianos en las residencias. Los aislamientos de Manacor o Ibiza son ficciones.
Finalmente, lo políticamente correcto. En este clima surrealista, absurdo, patatero, ignoramos deliberadamente aquello que choca contra lo que dice la teoría ‘progre’: no hay inmigrantes contagiados; no podemos reunirnos tres o seis familiares pero podemos ir en autobús casi sesenta personas; no podemos aplicar medidas allí donde el riesgo es de colectivos protegidos por la palabrería vacía.

El coronavirus no está mal como lección, pero creo que el peso de la ideología que nos aplasta es tal que todavía acabaremos siguiendo la sabiduría de Sonia Vivas, que mide el mundo por la longitud del pene. Por algo le pagamos su sueldo entre todos.