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Aunque bien es cierto que se trata de una decisión administrativa del órgano de gobierno de los jueces y no de una sentencia judicial, no deja de resultar cuando menos paupérrima, escasa y falta de rigor la sanción de 1.500 euros impuesta por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) al juez José Manuel Tirado, responsable de no haber metido en la cárcel por condenas anteriores, como era su deber, al presunto asesino de la niña onubense Mari Luz Cortés.

Esto nos pone ante dos asuntos relevantes. Por un lado, el tremendo peligro que supone la desidia de un órgano judicial o del personal que lo integra cuando sus decisiones afectan a criminales que, por sus características, volverán a cometer terribles delitos contra personas y, en el peor de los casos, contra menores. Al mismo tiempo que hay que poner sobre la mesa las enormes carencias técnicas de la Justicia española, carente, en aquel momento, de un registro central que permita un control efectivo de la ejecución de sentencias y penas.

Y, por otro, el funcionamiento de los órganos de control de la Justicia. En este caso, tremendamente doloroso, parece haber pesado más un cierto corporativismo que resarcir, en la medida de lo posible, el daño irreparable provocado por la inacción de un juez y de algunos de sus funcionarios.

Los responsables políticos han reaccionado, pero como suele suceder casi siempre, lo han hecho a remolque de los acontecimientos, más por la presión de la sociedad ante las denuncias de la familia de Mari Luz que por propia iniciativa ante defectos que requieren de una profunda reflexión para acometer una reforma de la Justicia que permita que no se repitan casos como el que nos ocupa.