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Bochornoso es el espectáculo que está ofreciendo ante la opinión pública española uno de los poderes fundamentales del Estado, la Justicia, cuyos más altos tribunales, el Constitucional y el Supremo, andan enfrentados por el deslinde competencial entre ambos tras los mutuos reproches derivados de la sentencia de los «Albertos». En esta disputa, el Tribunal Supremo, con razón, reclama ser la más alta instancia de apelación en materia civil y penal y denuncia la intromisión del Tribunal Constitucional al invalidar un fallo sobre la estafa de los financieros.

No es la primera ocasión que el Constitucional y el Supremo se critican en una clara voluntad de buscar o mantener la preeminencia de uno sobre el otro. Sin embargo, el marco jurídico español es claro respecto a la atribución al Tribunal Supremo como única vía de apelación de las instancias inferiores, así como su capacidad de crear jurisprudencia. Por el contrario, el Tribunal Constitucional tiene como misión fundamental la interpretación de la Carta Magna y resolver los conflictos que pudieran derivarse de su interpretación entre los diferentes niveles de la Administración, además de servir de amparo en aquellos casos que se consideren vulnerados los derechos y libertados fundamentales. En ningún caso, el Constitucional puede convertirse en un modo de apelación de los fallos de las vías civiles y penales ordinarias.

Es por estas razones que resulta vergonzoso que jueces y magistrados del Supremo y del Constitucional diriman sus diferencias de un modo tan poco prudente, unas formas improcedentes que, con probabilidad, esconden una pugna que, en todo caso, no es competencia suya, sino de los políticos en el caso que quieran modificar el actual estatus de cada uno de los organismos. Así están las cosas, lo lamentable es que el mal ya está hecho.