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Con 30 años de democracia a nuestras espaldas es todavía frecuente tras unas elecciones el escuchar a muchos españoles "generalmente los que han salido trasquilados" quejarse de lo poco razonable que les parece que el partido más votado no logre, pese a ello, gobernar. Los pactos postelectorales que conducen a gobiernos de coalición, sean en el ámbito general, autonómico o municipal, constituyen para ellos una especie de sinsentido que a su juicio atenta contra la esencia misma de la democracia. Tal vez ello se deba a lo bisoños que somos en materia de democracia, puesto que precisamente pactos y coaliciones están en el fundamento mismo de la estructura de las democracias parlamentarias, como es fácil comprobar al atender a lo que ocurre en países que cuentan con mayor experiencia al respecto. Incluso se podría decir que la formación de gobiernos partiendo de acuerdos entre distintas fuerzas políticas es más característica de un sistema democrático que aquella que se debe a la mayoría absoluta de una sola fuerza. Hay que tener en cuenta que se gobierna partiendo de mayorías de representantes, con independencia de que correspondan o no a mayorías de votos, y esas son las reglas del juego que tácitamente el votante ha aceptado al participar en unos comicios. Por otra parte, es de toda lógica admitir que desde una pespectiva de pulcritud democrática, la dialéctica que se puede dar en el seno de un gobierno plural tiene más probabilidades de resultar enriquecedora que la de un gobierno monocolor. La luz surge más habitualmente de la discusión que de la sistemática aquiescencia. Lo que quizás ocurre es que aquí tenemos aún muy presente la práctica llevada a cabo por formas de gobierno monolíticas, sin duda muy estables pero decididamente antidemocráticas. Y de lo que se trataría ahora es de enraizar definitivamente una democracia lo más saludable posible.