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Veinte días. Paso del ecuador. Sólo queda la mitad del perímetro de Mallorca por recorrer. Mis pies comienzan a mirar hacia el oeste, y dejo de tener el sol en la cara cada mañana. Quedan tan sólo unos par de días para la Tramuntana, que se me aparece en sueños cada noche, y caminar ha dejado ya de ser una cuestión de días o kilómetros (aún así, os cuento: llevo ya 320 capullos de seda en tierra). Mis pasos van deshaciendo los nudos que preveíamos en los mapas hace ya una vida, antes de partir, en la mesa del comedor: las bocas escarpadas de los torrentes, los primeros picos y las calas que son suma de peñascos sin sombras. Mis ojos van aprendiendo poco a poco a entender -y mis piernas a sortear- los galimatías servidos por la naturaleza, siempre menos agresivos que los fabricados por los seres humanos. Miro hacia atrás y, definitivamente, voy teniendo suerte: la ola de calor me pilla en la Costa de los Pinos, me obliga a mojarme hasta la cintura en muchas ocasiones,dispuesta como estoy a superar las barreras arquitectónicas: 3 horas para completar 3 kilómetros dan idea de la complejidad de la tarea, aunque debo admitir que no es éste el único lugar en la isla donde se mantienen privilegios otorgados por la dictadura. Docenas de otras ilegalidades se van sumando silenciosamente en mi GPS: nacieron por voluntad de alguien, se gestaron por silencios administrativos y fueron refrendadas por las leyes del mercado: un chalet con embarcadero «privado» cotiza mucho mejor que uno «raso».

Tengo suerte porque aterrizo en Son Servera en casa de Llorenç y Xisca, quienes llenan mi barriga con tumbets, coques y asados «con amor» y cubren mi piel con sales de baño del Jordán, que son capaces de deshinchar piernas al tiempo que inflan el ánimo.

Y suerte tengo porque los días de calima se debanan como el hilo, con conversaciones de Miquel Àngel Dora y Macià Blàzquez: datos, reflexiones y nuevos puntos de vista sobre la evolución social y ambiental de la isla.

Este larguísimo hilo cose el punto mallorquín que tres generaciones me muestran en sa Pedruscada con la sonrisa de Estrellita en Cala Mesquida y los apuntes a plumilla de Hanna Bonner. También ata fuerte las cuevas de Artà (que al caer la tarde se me muestran como la gran matriz universal) con la impresionante soledad de los carteles protestones colgados en los balcones de las casas atraesadas por el puente de Porto Cristo. El hilo se sublima con pequeñas gotas de amor de seres anónimos, como el mensaje dejado en un pino al caminante por unos vecinos de Cala Gat. Emocionante: «Bienvenidos en vuestro paso por delante de casa, y gracias por acogernos durante más de treinta años en vuestra tierra. Os confirmamos que por aquí se llega al faro...»

Martha Zein
Fotos: T. Font / M.Z.