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Parece que los terroristas islámicos están dispuestos a convertir este mes de julio en una representación del infierno. Tras la masacre londinense del día 7, intentaron repetir el mismo efecto dos semanas después, aunque milagrosamente algo falló. Ahora, los ataques a una popular zona turística egipcia vuelven a dejar un reguero de sangre. Ya ha quedado claro que los criminales únicamente persiguen dañar al mundo, herirlo por sus cuatro costados y dejarlo desangrándose. ¿El objetivo? Resulta difícil adivinarlo, porque acciones de este calibre sólo pueden generar miedo, mayores medidas de seguridad y pequeños colapsos momentáneos -en el transporte aéreo, en el ferroviario, en el turismo...- que poco a poco vuelven a la normalidad. En cambio, nada obtienen que pueda afianzar sus intereses que, supuestamente, tienen que ver con la expansión del islamismo radical que, al contrario, acoge cada vez menos simpatías, al menos en Occidente. Sin embargo, ahí está el otro lado de la cuestión: Irak, Afganistán, donde las fuerzas aliadas han protagonizado guerras para liberar al pueblo de la bota de la dictadura. Hoy el paisaje en estos países es desolador, tal vez tanto o más de lo que era antes de la intervención occidental. Convertidos en terreno de cultivo para los integristas radicales, nadie ha sido capaz -ni cientos de miles de soldados- de imponer cierto orden y una transición tranquila hacia la democracia y la normalidad. Quizá el error esté en intentar imponer un modelo completamente occidental en territorios cuya mentalidad es otra muy distinta. Respetar la historia, la cultura y las formas de pensar y vivir de los otros es fundamental, siempre que allí, y en cualquier otra parte, la base del sistema sea el respeto a los derechos humanos y a las libertades.