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Siete años después de que un centenar de países industrializados firmaran el Protocolo de Kioto para controlar la emisión de gases nocivos a la atmósfera, por fin el pacto entra en vigor. Aunque para los profanos hablar de protocolos y de emisiones puede resultar ajeno y difícil, lo cierto es que los efectos de la constante y creciente contaminación ambiental son bien palpables: sequías, ruptura de ecosistemas, epidemias, inundaciones, peligro para determinadas especies... Los culpables también tienen nombre y apellidos: la producción de energía, los coches y aviones, las basuras, la agricultura...

Por eso resulta casi utópico pensar que la generación de los seis gases que provocan el efecto invernadero pueda controlarse y disminuir, pues son producto de nuestro modo de vida. Tanto es así que tres de las naciones más contaminantes del mundo (EEUU, China y la India) ya se han retirado del compromiso, pues intentar reducir la emisión de gases podría afectar seriamente a su progreso económico.

España, como suele ser habitual, es el país europeo que más se aleja de cumplir sus compromisos y lo peor es que los avances en la industria, la energía, el tratamiento de residuos y la agricultura podrían quedan ensombrecidos por el aumento brutal de las emisiones contaminantes del transporte.

Así que ya sabemos lo que se espera de nosotros: apostar por las energías limpias, moderar el consumo para controlar la generación de residuos, apostar por el transporte público y un estilo de vida más natural. Claro que todo eso sería sencillo en una sociedad bien distinta a la nuestra, en la que se nos exige, ante todo, vivir frenéticamente, aprisa y abocados a un consumismo feroz. Así que, a pesar de las esperanzas, el optimismo está poco justificado.