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Al declinar los procesos políticos en los que se ha dado una violencia y una represión inusitadas, empieza a ser costumbre -mala costumbre- que se dicten unas leyes y disposiciones de amplia amnistía que permitan salir con bien a quienes reiteradamente violaron los más elementales derechos humanos. Lo hemos visto en distintos países del continente sudamericano, en Asia, incluso y hasta cierto punto en nuestra España, en donde tras el fin de la dictadura franquista se hizo la vista gorda en aras de una deseada reconciliación. Pero no hay que engañarse, las injusticias históricas sólo admiten una reparación y ésta consiste en enfrentarse a la crudeza y verdad de los hechos, por duro que pueda resultar. Es oportuno pensar en ello ahora, cuando dos países del Magreb, Argelia y Marruecos, parecen propensos a iniciar una suerte de reconciliación nacional, por distintos caminos, que abra las puertas a un futuro más venturoso. En Argelia, un Buteflika que ha yugulado el terror impuesto por aquellas degollinas perpetradas por la guerrilla islamista aspira a garantizar el orden social proponiendo un borrón y cuenta nueva. No obstante, quedan atrás más de 5.000 seres humanos torturados, desaparecidos o simplemente ejecutados a las bravas. ¿Está perdonando el presidente argelino a unos militares torturadores en virtud de un secreto pacto previo? Es posible. Con diferentes matices, en Marruecos se vive una situación parecida desde el momento en el que el joven Mohamed VI persigue que se olviden los excesos represivos de su padre, Hassan II, durante los conocidos como «años de plomo». En ambos casos existe el peligro de que el Estado se lave las manos y establezca que los abusos y los crímenes fueron cometidos a título individual por parte de militares o civiles exaltados. No es ése el camino. Si se busca una verdadera reconciliación, lo que se impone es un auténtico «mea culpa» en el marco del cual el poder del momento figure como responsable de las atrocidades cometidas. Y todo lo demás es puro enjuague.