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Todavía aterrados por las imágenes del terremoto que ha asolado Asia, cabe plantearse algunos interrogantes de difícil respuesta que siempre dejan mal sabor de boca. Ante una catástrofe de esta magnitud, el mundo entero tiembla, se lamenta y, de inmediato, se pone en marcha para socorrer en lo más urgente a los miles de supervivientes que lo han perdido todo. Pero no es suficiente. Los científicos aseguran que el desastre ha provocado alteraciones en la geografía de la región y que incluso ha podido causar un desplazamiento del eje de la Tierra. Cabría preguntarse si no lo habremos causado nosotros mismos con el cambio climático que estamos provocando poco a poco.

En enero empezará a debatirse la conveniencia de establecer un sistema de alerta mundial para prevenir maremotos, una idea que resulta cuando menos irónica ahora que hay decenas de miles de personas muertas, muchas más heridas y un millón de desplazados en varios países. Y resulta también trágica, porque la ONU ya tiene desde hace años una comisión especializada en estos asuntos, que ha podido trabajar poco y mal precisamente por falta de fondos. Lo de siempre, vaya, que hasta que no se produce un desastre de proporciones bíblicas, a nadie le importan la prevención ni la investigación.

Un país como la India, que dispone de la bomba atómica y que sostiene a una inmensa población, cercana a los mil millones de habitantes, muchos hundidos en la miseria y la ignorancia, rechazó en su momento la incorporación de un sistema de alerta de maremotos por el enorme coste económico que suponía. La triste realidad es que este mecanismo habría podido salvar miles de vidas con algo tan simple como alejarse lo suficiente de la orilla del mar. Hoy lo lamentamos. Ojalá en el futuro tengamos un poco más claro qué es lo realmente importante y qué lo secundario.