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Muchos creían que la llegada del Gobierno tripartito de izquierdas a Catalunya y la asunción del poder por parte de los socialistas en España era la antesala de una situación diferente, esperanzadora, para los miles de inmigrantes sin papeles que hoy viven en nuestro país. Nada más lejos, por lo que se ve. El presidente Zapatero ya ha anunciado con absoluta firmeza que no habrá una regularización masiva para ellos y ha apuntado los mecanismos ya existentes como los mejores para controlar el flujo de nuevos ciudadanos.

Es fácil decirlo, pero la realidad se impone y lo cierto es que hoy se acumulan casi 400.000 expedientes de regulación pendientes de resolución, y no son meras cifras, sino personas las que se esconden detrás del dato.

En demasiadas ocasiones se nos olvida lo difícil, lo terrible a veces, que es emigrar, y por ello lo último que un inmigrante necesita son esas dificultades extremas con las que se encuentra al llegar.

Pese a ello, la regularización masiva sería una locura, por el excesivo número de aspirantes, en un país como el nuestro que, si bien crece económicamente a buen ritmo, sigue manteniendo un enorme lastre de desempleo y costosos equilibrios en sanidad, pensiones y educación. Así que las soluciones no son fáciles, aunque los gestos sí. De ahí que el desalojo de los encerrados en la catedral de Barcelona por la fuerza resultara inoportuno. No costaba tanto negociar, ofrecer diálogo y algo de ese talante del que tanto hablan ahora los gobernantes. La salida pacífica de esta situación habría sido una buena ocasión para demostrar el interés en instaurar esas nuevas formas que la ciudadanía no acaba de ver con claridad. Inmigrantes o no, el millar de ocupantes de la catedral barcelonesa eran ni más ni menos que seres humanos.